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Mientras exploraba la maleza de los alrededores de la casa en compañía de dos jóvenes agentes uniformados, Crawford reflexionó sobre su vida. Él era un policía decente. Trabajaba mucho, a veces incluso demasiado, pero nunca había alcanzado el rango al que aspiraba, o que creía merecer. Había soñado con llegar al puesto de comisario, o comisario jefe, pero sus sueños no se habían cumplido y seguía siendo un simple agente a los cuarenta y siete años.

Acababa de salir de una investigación de asesinato en la que había tenido que recibir órdenes de un inspector quince años más joven que él, lo cual hacía que le hirviera la sangre. Y ahora estaba buscando una jodida fosa séptica. Se detuvo ante una leve elevación del terreno: una línea uniforme junto a un tronco derribado a hachazos, cuyo interior pulposo relucía de savia. Dio una patada en el suelo, pensando que había encontrado el borde de la fosa, pero la tierra se aplanó bajo sus pies.

Suspiró y regresó hacia la furgoneta auxiliar, donde Moss, Peterson y el agente McGorry estaban todavía con la inspectora jefe Foster. John McGorry era veinte años menor que él, y estaba a punto de ser ascendido; se daba cuenta.

Hacía años que Crawford había perdido el interés en el trabajo policial, y se limitaba a hacer lo justo para salir del paso, pero aún seguía creyendo que tenía derecho a algo más.

Durante muchos años había estado implicado en la venta de drogas incautadas. Era un chanchullo lucrativo, pensaba; una forma de obtener lo que él creía merecer, y se cuidaba de hacerlo siempre con moderación, de sacarse tan solo el dinero suficiente para algunos lujos sin llamar demasiado la atención. Había sido Amanda Baker quien lo había metido en el asunto unos quince años atrás. Su mujer nunca había descubierto que se acostaba con ella. Posteriormente, la relación se había interrumpido, pero Amanda volvía a aparecer en su vida como una espina clavada, reclamándole los favores y amenazando con delatarlo. Él la había salvado a lo largo de los años de varias multas de aparcamiento, y en dos ocasiones le había anulado incluso un expediente por conducir en estado de ebriedad que le habría supuesto la pérdida del permiso de conducir.

Le sonó el móvil en el bolsillo. Mientras lo sacaba, comprobó que estaba bastante alejado de los dos agentes uniformados, que investigaban más cerca de la casa. Él se encontraba en cambio sobre un suelo más liso y rocoso. Vio en la pantalla que era precisamente Amanda la que llamaba.

—¿Dónde estás? ¿Qué es ese zumbido de fondo? —le dijo ella a bote pronto. Sin un hola ni un cómo te va. Sin la menor deferencia. Aún le hablaba como cuando era su jefa.

—Trabajando —cuchicheó—. No puedo hablar contigo.

—¿Está cerca la inspectora Foster?

—No.

—Pues puedes hablar. Necesito esas cintas de vídeo, las de Trevor Marksman.

—No hemos tenido suerte con la búsqueda.

—Por eso te llamo. He estado revisándolo todo y acabo de recordar una cosa. Yo encargué a alguien de la comisaría de Croydon que examinara esas cintas, y las mandaron allí. Haz que las busquen en el almacén de pruebas. Quizá todavía sigan ahí. Quiero que saques copias antes de pasárselas a Foster.

—¿Tú para qué las necesitas? —preguntó él.

—Tengo una corazonada. No voy a contártela, pero cuando llegue al fondo del asunto, lo dejaré en tus manos en exclusiva para que te lleves toda la gloria… Quizá al final consigas el ascenso —añadió con un risotada burlona en la que se percibía la presencia de abundantes flemas.

Él se dio la vuelta hacia la casa, que ya estaba totalmente despejada. Un grupo de técnicos forenses acababa de llegar y estaba saludando a Foster y a sus ayudantes. «Incluso el pequeño idiota de John McGorry participa en el baile —pensó Crawford—, y a mí me mandan a buscar la fosa séptica de mierda».

Sujetando el teléfono, les dio la espalda de nuevo.

—De acuerdo. Intentaré conseguirte esas cintas —cuchicheó de nuevo—. Pero espero que valga la pena.