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Amanda Baker no notaba la lluvia que acribillaba la ventana. Estaba absorta en su ordenador, mirando una y otra vez los vídeos de Trevor Marksman. Crawford se había portado bien, pues le había proporcionado asimismo copias de los expedientes para que pudiera llenar las lagunas de su memoria.

Los papeles sujetos en la pared de detrás del sofá se habían multiplicado y la cubrían por entero.

A ella siempre le había gustado investigar, resolver enigmas, enlazar diferentes pistas sueltas. Actualmente, sin la presión de tener que responder ante los peces gordos e incluso sin la presión de tener que salir de casa, percibía que controlaba la situación. Era casi como si hubiera vuelto a asumir el caso.

Se acercó un poco más al portátil; el resplandor de la pantalla le iluminaba el rostro. Había llegado a la parte del vídeo en la que Marianne y Laura Collins aparecían juntas en el parque. Hacía un día reluciente y soleado, y ambas se hallaban sentadas en un banco bajo el dosel de un enorme roble. Tras enfocar a Jessica y a otra niña en los columpios, ambas con el pelo al viento mientras oscilaban al mismo tiempo y cada vez más alto, la cámara giraba en redondo hacia el banco. Madre e hija discutían de forma acalorada, y el objetivo se acercaba con interés, desenfocándose un segundo; al poco la imagen se perfilaba de nuevo con nitidez. El viento interfería un poco en el sonido, pero Amanda oyó con claridad lo que decían. Puso el vídeo en pausa y buscó con la mano el cuenco de palomitas dulces que tenía junto al sillón. Ya estaba vacío.

Se levantó con esfuerzo y fue a la cocina. Estaba decidida a no beber, y el azúcar parecía calmar su ansiedad. Al abrir el congelador, vio que ya se había terminado el helado. Y el armario donde guardaba las galletas y el chocolate también estaba vacío. Fue a la pequeña despensa, abrió la puerta y, usando el teléfono móvil como linterna, buscó alguna golosina en las estanterías. La luz recorrió las latas, las especias, los paquetes de arroz y de pasta. Estaba segura de que debía de haber algo dulce en los rincones.

Miró el jardín trasero por la ventana. La lluvia azotaba el cristal y el destello de un relámpago iluminó el recuadro de hierba enmarañada. No le apetecía salir a comprar chocolate con ese tiempo.

Arrastró una silla de la cocina hasta la despensa abierta y se subió en ella. Fue examinando con la luz del móvil los estantes superiores, donde había más latas y un paquete de cereales, hasta detenerse en una cajita oculta detrás de un montón de cubitos de caldo: una chocolatina Terry. La caja de cartón estaba cubierta de polvo y, a través de la ventanita lateral de plástico, se veía que la chocolatina del interior estaba rota y asomaba entre el envoltorio de papel de plata anaranjado. Ella, sin embargo, no prestó atención a ese detalle, sino al eslogan publicitario impreso en la caja.

—No es tuya, Terry, es mía —masculló entre dientes. Cogió la cajita, se bajó de la silla y volvió a la sala de estar—. No es tuya, Terry, es mía… —iba repitiendo, casi en trance. Se sentó nuevamente frente al portátil y pasó otras dos veces la grabación, observando la escena en que Marianne le daba a Laura una bofetada en la cara, y escuchando las palabras que gritaba.

Llamó a un teléfono, pero saltó el buzón de voz.

—Crawford soy yo —dijo—. Escucha, creo que ya he entendido el asesinato de Jessica Collins… Llámame en cuanto oigas el mensaje. Necesito tu ayuda para hacer una comprobación.


En el otro extremo de la ciudad, en su apartamento de Morden, Gerry miraba la tele. Sonó el pitido de la alarma al que ya se había acostumbrado, dejó en pausa el programa que estaba mirando y se acercó al portátil para escuchar.