7
Poco antes de las nueve de la noche, Erika aparcó el coche y cruzó la calle en dirección a la casa del comandante Marsh. Aunque estaba bastante cerca de su piso, se encontraba en una zona cara y elegante del sur de Londres, en las inmediaciones de Hilly Fields Park. La casa miraba hacia los rascacielos londinenses, que relucían en la oscuridad. Algunos grupitos de niños con disfraces de Halloween rondaban por la calle en compañía de sus padres. Sus gritos y risas flotaban aún en el ambiente cuando Erika abrió la verja de la casa y llamó a la puerta con la contundente aldaba de hierro. Hasta hacía un par de meses, Paul Marsh había sido su jefe en Lewisham Row; pero ella había dejado la comisaría bajo la sombra de la sospecha. Estaba tratando de pensar qué iba a decirle cuando apareció en la verja su esposa, Marcie, con las gemelas, Rebecca y Sophia. Las niñas iban vestidas de princesas de cuento, las dos igualitas, y cada una sujetaba una calabaza de plástico llena de caramelos. Marcie, que llevaba unos leotardos negros de licra y una ceñida chaqueta negra, se había puesto unas orejas puntiagudas y pintado la cara como si fuera una gata. La inspectora no pudo evitar cierta irritación ante ese disfraz.
—Erika, ¿qué haces aquí? —dijo ella. Las dos niñas, de pelo oscuro, la miraron. ¿Cuántos años tenían? ¿Cinco o seis? No lo recordaba.
—Perdona, Marcie, ya sé que te molesta que venga aquí, pero esto es muy importante. Necesito hablar con Paul. No coge el móvil.
—¿Has probado en comisaría? —dijo Marcie pasando de perfil junto a ella para llegar a la puerta. Erika dio un paso atrás.
—Tampoco allí responde.
—Bueno, aquí no está.
—¡Truco o trato! —gritó una de las niñas, sosteniendo en alto la calabaza.
—¡Truco o trato! ¡Esta noche podemos quedarnos levantadas hasta muy tarde! —gritó la otra, y apartó de un golpe la calabaza de su hermana con la suya. Marcie había abierto la puerta y miraba a las niñas.
—¡Ay, cariño! No tengo ningún caramelo —dijo Erika mientras hurgaba en los bolsillos—. ¡Pero tomad esto para compraros unos cuantos! —Sacó un par de billetes de cinco libras y depositó uno en cada calabaza. Ellas miraron alternativamente a Erika y a su madre, sin saber si podían aceptarlo.
—¡Vaya! ¡Qué buena es Erika! Dad las gracias, niñas —dijo la madre, aunque su expresión no decía lo mismo.
—Gracias, Erika —gorjearon las dos crías. Eran muy monas, y ella las miró sonriendo.
—Acordaos de cepillaros los dientes cuando acabéis de comeros todos esos caramelos.
Ellas asintieron con solemnidad. Y Erika le dijo a Marcie:
—Perdona, pero realmente necesito hablar con Paul. ¿Sabes dónde está?
—Espera…
Hizo entrar en casa a las dos princesitas y les dijo que se prepararan para acostarse. Ellas saludaron a Erika con la mano y obedecieron. Marcie volvió a entornar la puerta.
—¿No te lo ha contado?
—Contarme… ¿el qué? —preguntó Erika, sorprendida.
—Nos hemos separado. Él se mudó hace tres semanas —dijo la mujer cruzando los brazos. La inspectora se fijó en la larga cola negra que le colgaba por detrás de los leotardos y que oscilaba bajo la brisa.
—No. Lo siento. No lo sabía… Ya no trabajo con él.
—¿Dónde estás ahora?
—En Bromley.
—A mí nunca me cuenta nada.
—¿Y dónde vive ahora?
—Se ha instalado en un piso de Foxberry Road hasta que decidamos algo…
Ambas se quedaron calladas y se miraron en silencio. A Erika le costaba tomarse en serio a una Marcie vestida como una gata. Una ráfaga de viento frío zumbó por un lado de la casa. Sonaron arriba unos grititos de las niñas.
—Tengo que dejarte, Erika.
—Lo siento mucho, Marcie.
—¿De veras? —replicó ella con toda intención.
—¿Por qué no habría de sentirlo?
—Bueno, nos vemos. —Y entrando en la casa con un último revoleo de cola, cerró la puerta.
Erika caminó hacia el coche, aunque echó todavía un vistazo a la preciosa casa. Las luces se encendieron arriba.
«Pero ¿qué clase de estupidez has hecho, Paul? Menudo idiota…», musitó mientras se sentaba frente al volante.