32
Erika subió de dos en dos los escalones hasta la segunda planta de la comisaría de Bromley. Llevaba una abultada carpeta de notas y comprobó por quinta vez que lo tenía todo en orden.
Era lunes, a primera hora de la tarde; ya habían pasado más de diez días desde el hallazgo de los restos de Jessica Collins, y debía asistir a una reunión con sus superiores y presentar un informe de los progresos realizados.
Cruzó las puertas de doble hoja y casi se tropezó con el comisario Yale. Poco le faltó para hacerle derramar todo el té de su taza, que lucía el rótulo de la serie «¿Quién manda aquí?».
—¡Eh, ándese con ojo, Erika! —exclamó Yale echándose hacia atrás para que las gotas no le salpicaran los zapatos.
—¡Perdone, señor! —dijo ella.
—Viene muy elegante —comentó él observando su traje negro—. Está toda la caballería esperando: el comandante Marsh, la subcomisaria general Brace-Cosworthy y esa jefa de prensa, la del tic en los ojos…
—Colleen Scanlan. Disculpe por el té —insistió Erika, y le ofreció un pañuelo de papel—. Y disculpe que lo hayan echado de su despacho, señor. El comandante Marsh me ha llamado hace una hora para decirme que la subcomisaria general iba a estar en nuestro distrito y que deseaba que la informáramos…
—No hará demasiado calor aquí, ¿no? Tiene el labio perlado de sudor —dijo Yale mientras secaba la taza.
Ella se enjugó el sudor y siguió adelante.
—Perdone, señor, tengo que irme corriendo…
—Vamos a hacer esta tarde una redada para detener a los secuaces de Jason Tyler —le dijo Yale mientras ella se alejaba—. Lo hemos presionado amenazándolo con quitarle los niños a su esposa. Y nos ha acabado dando los datos de seis socios, así como acceso a las cuentas PayPal que estaban usando. ¡Parece que vamos a hacer una buena limpieza!
—Enhorabuena, señor. Qué gran noticia. Hablamos más tarde…
Él observó cómo desaparecía por el pasillo.
—Hablar más tarde, ¿eh? Usted podría haber seguido con el caso, Erika, y haberse llevado toda la gloria —masculló Yale con tristeza—. Le podría haber valido un ascenso.
Dio un sorbo de té y bajó la escalera.
Erika llamó a la puerta del despacho y entró. La subcomisaria general, Camilla Brace-Cosworthy se hallaba sentada tras el escritorio de Yale; lucía una almidonada blusa blanca. Llevaba su impecable melena rubia peinada con raya a la izquierda, que le dejaba despejada la frente. Iba maquillada, y se había puesto una capa de carmín tan gruesa que Erika se imaginó que si la estrellaban contra una pared se le quedarían pegados los labios. Marsh se había sentado a su izquierda en el ángulo de una mesa baja; parecía cansado y llevaba la camisa arrugada. Erika supuso que seguía separado de Marcie. Colleen Scanlan, la jefa de prensa de la policía metropolitana se hallaba sentada a la derecha, con el bloc de notas apoyado en un escaso trecho del escritorio. Miraba alternativamente a los tres policías. Llevaba un práctico traje de chaqueta gris y, como tantas mujeres cincuentonas, había sucumbido a la tentación de raparse brutalmente el pelo, ahora reducido a unos mechones castaños.
—Perdón por el retraso —se disculpó Erika.
—Tome asiento, inspectora jefe Foster —dijo Camilla—. El intervalo me ha servido para que el café se enfriara. Estaba ardiendo, ¿no le parece, Paul? —Cogió un vaso blanco de plástico y, al dar un sorbo, dejó una marca roja en el borde.
—Sí, aunque hacen un buen café en la estación —observó Marsh.
—Sí, es todo un descubrimiento —asintió ella.
Erika no sabía si Camilla lo decía en serio o en plan sarcástico. Colleen dio un sorbo a su café con cautela y también asintió.
—Bien —dijo Camilla observando cómo se acomodaba Erika y extendía sus papeles sobre el escritorio—. ¿Puede darme una lista de sospechosos? —Extendió una mano de impecable manicura, moviendo sus largas uñas rojas con expectación.
—Me gustaría analizar primero la cuestión antes de poner por escrito ningún nombre.
—Ya veo —dijo Camilla—. ¿Quiere que hagamos el trabajo por usted?
—No es eso lo que digo, señora.
—¿Pues qué está diciendo? Pónganos al día… —Tenía la costumbre de expresarlo todo con un estilo lacónico y refinado que a la inspectora le hacía perder la concentración.
—En el breve período que llevo trabajando en este caso, he identificado a un posible sospechoso: Bob Jennings, un solitario que vivía de okupa en una casa frente a la cantera Hayes.
—Es una excelente noticia. ¿Por qué no quiere consignar su nombre por escrito?
—Robert Jennings murió hace veintiséis años, cuando habían pasado tres meses de la desaparición de Jessica. Se ahorcó en esa casita de la cantera Hayes.
—¿Cree que lo consumió la culpa?
—Posiblemente. Al mismo tiempo, recelo de las circunstancias de su muerte; de ahí mi resistencia a convertirlo en sospechoso. —Les explicó lo que había comentado Rosemary Hooley acerca del suicidio de su hermano.
—El fondo del embalse fue registrado dos veces tras la desaparición de la niña. Y la muerte de Jennings se produjo al cabo de unos días de la segunda búsqueda.
—¿La policía no registró la casa?
—Sí, al mismo tiempo que el embalse de la cantera. Pese a todo, él habría podido mantener cautiva a la niña allí en algún momento entre el siete de agosto de 1990 y la fecha en la que fue arrojada al agua. Esta mañana he recibido esta foto de los archivos del Ayuntamiento de Bromley —dijo Erika sacándola de entre sus documentos.
Camilla cogió la foto y se puso las gafas. La cadenita de oro que colgaba de ellas osciló mientras la estudiaba. En la imagen, Jennings exhibía una cara rubicunda de gnomo, una considerable nariz muy roja y una mata de pelo entrecano.
—También me han llegado los resultados toxicológicos de los restos de Jessica Collins. En las muestras de médula ósea, había elevadas concentraciones de un producto químico llamado tetraetilo de plomo. Es un compuesto orgánico…
—Que se añadía a la gasolina para aumentar el rendimiento, pero provocaba emisiones de plomo.
—En efecto, señora. He hablado esta misma mañana con Rosemary Hooley y me ha confirmado que Bob Jennings tenía un generador de gasolina en la casa. Lo cual refuerza la teoría de que podrían haber mantenido cautiva a la niña allí, expuesta a los gases de combustión de la gasolina.
Camilla reflexionó un instante y le pasó la foto a Marsh.
—Tengo entendido que se ha reunido con Trevor Marksman.
—Sí, y me dijo que conocía a Bob Jennings. No sé si pretendía embrollar las cosas o ser provocativo, pero mencionó su nombre sin que yo se lo preguntara. Como sabemos, Trevor tenía una coartada para el siete de agosto de 1990, y una semana más tarde, o poco más, fue sometido a vigilancia. No se estableció ningún vínculo entre ambos, pero Bob podría haber estado conchabado con él, y haberlo ayudado a secuestrar a Jessica. —Erika siguió diciendo que estaba intentando encontrar las cintas de vídeo que la policía le incautó a Marksman.
—Parece que tiene algo importante entre manos, Erika —dijo Camilla—. Pero veo demasiados «y si» y demasiados «peros», y, además, ese hombre está muerto, lo que naturalmente reduce las posibilidades de interrogarlo.
—Señora, me gustaría que un equipo forense registrara la casa y llevara a cabo una inspección exhaustiva. He examinado los planos y, al parecer, hay un sótano. Aunque sea poco probable, tal vez pueda haber restos de ADN de Jessica Collins. De ser así, podríamos solicitar la exhumación del cadáver de Bob Jennings, de nuevo con la esperanza de encontrar algún indicio significativo. Son dos posibilidades remotas, desde luego.
—Esta última, muy remota, Erika, pero manténgame informada. Siga adelante. Mantenga la investigación a buen ritmo.
Camilla se volvió hacia Colleen, que se apresuró a erguirse, toda azorada, y le notificó:
—Quisiera convocar en los próximos días una rueda de prensa con la familia, y hacer un nuevo llamamiento para pedir datos de la época de la desaparición. Tal vez consigamos refrescar la memoria a la gente.
—Erika, si las filmaciones de Trevor Marksman aparecieran a tiempo, podrían constituir un valioso elemento adicional de cara al llamamiento público —observó Camilla.
—Sí, señora.
—Colleen, ¿podrá usted arreglárselas con el comandante Marsh? Yo estaré fuera en los próximos días. Quizá él pueda plancharse la camisa antes de aparecer frente a las cámaras.
Marsh bajó la vista y se alisó la camisa.
—Sí, señora —asintió Colleen—. Yo pensaba convocar a toda la familia Collins.
—Excelente. Los valores de una familia unida siempre funcionan. Yo no estaré presente, pero no me lo perderé.
Cuando concluyó la reunión, Erika y Marsh bajaron al aparcamiento subterráneo y se detuvieron a charlar. Se quedaron de piedra al ver que Camilla salía del ascensor con un traje de cuero completo de motorista. La subcomisaria general caminó resueltamente hacia una reluciente Yamaha negra y plateada, metió su maletín en el portapaquetes de la parte trasera y se puso un par de gruesos guantes y un casco también negro y plateado. Bajándose la visera, se montó en la moto.
—Es ideal para evitar el tráfico —gritó, mientras el motor se ponía en marcha rugiendo. Con un gesto de despedida, pasó junto a ellos acelerando y subió por la rampa.
—No lo ha invitado a subir de paquete —dijo Erika.
—Muy graciosa. Subir con ella sería como un ascenso. Es todo un personaje —contestó Marsh.
—Tiene algo de depredadora. Me la imagino en una de esas fiestas de intercambio de parejas en las que todo el mundo tira sus llaves en un cuenco en medio de la alfombra.
—Está casada con un juez del Tribunal Supremo —dijo Marsh mientras abría la puerta de su coche.
—Seguramente son ellos los que montan las fiestas.
—Procure hacer bien su trabajo, Erika. Camilla no se anda con tonterías.
—Sí, señor. Estaremos en contacto para el registro de la casa de la cantera. Y la próxima vez, plánchese la camisa.
Él puso cara de resignación, subió al coche y salió del aparcamiento, aunque de un modo mucho menos espectacular.