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El velatorio de Jessica Collins se celebró en la iglesia de la Sagrada Virgen María de Bromley. La reducida sala estaba decorada con sencillez; olía a incienso y a cera para el suelo. Las velas titilaban en la penumbra.
El féretro, montado sobre un armazón de madera, era de la caoba más refinada que Marianne y Martin habían encontrado. No era tan pequeño como el féretro de un niño, pero tampoco tan grande como el de un adulto.
Marianne había llegado al amanecer para estar allí cuando lo trajeran desde el tanatorio. Sentada en una silla, contemplaba los restos de su hija: los huesos, pequeños y vulnerables, estaban primorosamente colocados sobre el forro de satén del ataúd y cubiertos con una fina gasa de encaje. El abriguito rojo de la niña, que había sido el regalo de su séptimo cumpleaños, estaba pulcramente doblado junto al cojín de satén.
Martin, Laura y Toby llegaron un poco tarde. Llamaron a la maciza puerta de madera, y la señora Collins se levantó a abrir.
Los tres se detuvieron atónitos en el umbral.
—Es un ataúd abierto —dijo Martin, mirando el esqueleto, que estaba colocado de tal modo que parecía que los huesos de su hija se hubieran metido allí dentro y se hubieran echado a dormir—. Creía que habíamos acordado que sería cerrado.
—No acordamos nada. Tú lo mencionaste y nada más —replicó Marianne, sombría—. Yo quiero ver a mi pequeña. Quiero tocarla. Quiero estar aquí con ella.
Toby miró a su padre y a Laura, y comentó:
—Papá… No me parece correcto.
Se acercaron al ataúd.
—¡Oh, Jessica! —exclamó Martin posando la mano sobre la gasa que cubria a la niña, para acariciarle el cráneo.
Laura se quedó detrás, tapándose la boca y mirando con expresión de horror.
—Vamos. Tócala —dijo Marianne—. Es Jessica… tu hermana.
Laura se acercó, todavía alarmada. Su madre le cogió la mano. Ella trató de apartarla, pero Marianne se la sujetaba con energía y se la colocó sobre la frente del esqueleto.
—Tócale el pelo, Laura. ¿Recuerdas la sensación cuando se lo cepillábamos?
—¡No! —gritó Laura y, apartando la mano de un tirón, salió corriendo de la sala. Marianne apenas registró lo sucedido y siguió mirando fijamente el interior del féretro.
—Toby, quiero que la toques. Quiero que toques a tu hermana —dijo.
—No, mamá… Yo quiero recordarla de otra manera. Lo siento. —Miró a su padre, que parecía hipnotizado por la visión del esqueleto, y salió también al pasillo.
—Yo solo quería otra hija. Solo quería que estuviera a salvo y fuese feliz —dijo Marianne alzando la vista hacia Martin—. ¿Fue un castigo por lo que hicimos?
—Dijimos que nunca hablaríamos de ello —respondió él mirándola también.
—Estoy de acuerdo. Pero esto es el final, ¿no?
—No, no lo es. Nos la arrebataron, pero está con el Señor. Y volveremos a verla. No debemos cuestionar por qué se la llevó entonces. Consuélate pensando que la hemos encontrado y que ahora puede descansar en paz.
—¡Ay, Martin! —gimió Marianne. Él se le acercó, la estrechó entre sus brazos como no lo había hecho en muchos años, y ambos lloraron por la pérdida y la culpabilidad.
Cuando Martin se marchó, ella se quedó sola en la sala. Las velas se consumieron. El reflejo de colores de una pequeña vidriera se fue desplazando lentamente por la pared.
Marianne se pasó el día rezando, inclinada sobre el diminuto esqueleto de su hija. Las oraciones le salían con fluidez, casi automáticamente; eran muchos años de práctica. Pero cada vez que recitaba: «Y perdónanos, Señor, nuestros pecados», tenía la sensación de que lo decía por primera vez.