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Las pisadas de Erika resonaron en el largo pasillo de la morgue que llevaba a la sala de autopsias. Llegó a la puerta del fondo. Una cámara montada en lo alto, por encima del dintel, giró con un zumbido, casi como saludándola. Sonó un clic y la pesada puerta metálica se abrió.

La sala era gélida y carecía de luz natural. Los cajones de refrigeración de acero inoxidable se alineaban a lo largo de una pared. Cuatro mesas de disección relucían en el centro bajo los fluorescentes. En la más cercana a la puerta, sobre una sábana azul, se hallaba el pequeño esqueleto. Lo habían vuelto a recomponer, y los huesos tenían un color marrón oscuro.

Isaac Strong estaba de espaldas y, al oírla entrar, se irguió y se volvió hacia ella. Era un hombre alto y delgado, y llevaba el traje quirúrgico azul, la mascarilla blanca y un gorro azul muy ceñido. Su ayudante, una joven china, se afanaba callada y respetuosamente en una mesa de trabajo anexa sobre la que había muestras guardadas en bolsas de plástico. Los guantes de látex le crujieron cuando cogió una bolsita que contenía un mechón y cotejó la etiqueta con el listado que sostenía en la mano.

—Hola, Erika —la saludó Isaac.

—Gracias por llamarme —contestó ella observando el esqueleto.

Había un olor desagradable en el ambiente: un hedor a agua estancada, a putrefacción, así como el del tuétano de los huesos. Erika se dio la vuelta para mirar la cara pálida y cansada de Isaac. Él se bajó la mascarilla, alzó las cejas impecablemente delineadas y sonrió, con lo que quebró la formalidad de la situación. Ella le devolvió una fugaz sonrisa. Hacía semanas que no se veían. Su amistad era estrecha, pero frente a la muerte, y en ese contexto, ambos se comportaban con profesionalidad, de manera que enseguida volvieron a adoptar sus papeles respectivos de patólogo forense e inspectora jefe.

—Según lo estipulado en el procedimiento, he tenido que llamar al agente que dirige el equipo de Investigación Criminal y al grupo de Investigación Especial de Scotland Yard, pero he pensado que te interesaría conocer mis hallazgos.

—¿Has contactado con el grupo de Investigación Especial? ¿Eso quiere decir que has identificado a la víctima?

—Calma. Empecemos por el principio —dijo él. Se acercaron a la mesa de autopsias donde los mugrientos huesos contrastaban con la inmaculada sábana esterilizada sobre la que estaban dispuestos—. Esta es Lan, mi nueva ayudante —añadió señalando a la elegante joven asiática.

Ella saludó a Erika con una inclinación de cabeza, aunque debido a la mascarilla que llevaba, no se le veían más que los ojos.

—Muy bien. Ya ves que el cráneo está intacto, sin fracturas ni abrasiones —dijo el forense, y alzó con cuidado un mechón de pelo castaño, áspero y apelmazado, para dejar a la vista la lisa superficie del cráneo—. Falta un diente, el incisivo superior izquierdo —añadió indicando con la mano enguantada la hilera superior de dientes, de un color marrón amarillento—. Y hay tres costillas rotas en la parte superior izquierda de la caja torácica, a la altura del corazón. —Desplazó la mano hacia donde estaban alineados los fragmentos de las tres costillas—. Envolvieron firmemente el cadáver con un plástico, razón por la cual el esqueleto se ha conservado en gran parte intacto. En las vías fluviales, los lagos y los embalses de las canteras suele haber lucios, cangrejos, anguilas y toda clase de bacterias y microbios, que se habrían dado un festín y habrían destrozado el cadáver. El plástico ha protegido el esqueleto de todos ellos, salvo de los microorganismos que han consumido el cuerpo.

Acercó un carrito de acero inoxidable sobre el que reposaban algunos efectos personales extraídos del esqueleto, colocados en bolsas de pruebas.

—Hemos encontrado numerosos jirones de ropa de lana y una serie de botones que indican que podría haberse tratado de una chaqueta de punto. —Le mostró una de las bolsas, donde había varios pedazos de tela marrón deshilachada ensamblados de nuevo con una forma bastante imprecisa. Cogió otra bolsa—. También hay un cinturón de una mezcla de plásticos sintéticos. Ha perdido el color, como ves, pero la hebilla sigue ajustada. —Erika pensó en lo estrecha que debía de haber sido la cintura que rodeaba aquel cinturón—. Y había un trocito de tela de nailon, todavía atada entre el pelo; supongo que sería una cinta… —Se interrumpió mientras cogía la bolsa más pequeña, que contenía, en efecto, un rizo de pelo castaño sujeto con una mugrienta tira de tela.

La inspectora, en silencio, lo recorrió todo con la vista. El esqueleto, pequeño y vulnerable, le devolvió la mirada desde las órbitas vacías.

—Yo tenía un cinturón igual a los ocho años. Son objetos de una niña pequeña, ¿no? —dijo señalando las bolsas.

—Sí —murmuró Isaac.

—¿Tienes idea de la edad? —Esperaba una respuesta cortante o la fórmula habitual de que era muy pronto para saberlo con certeza.

—Creo que es el esqueleto de una niña de siete años llamada Jessica Collins.

Erika, atónita, miró alternativamente a Isaac y a Lan.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Puede resultar muy difícil determinar el sexo de un esqueleto, en especial si la muerte se produjo antes de la pubertad. Al ver los restos de ropa, el jefe del equipo de Investigación Criminal decidió jugársela y pidió los expedientes de niñas de entre seis y diez años desaparecidas en las últimas dos décadas y media. Nos concentramos en los casos ocurridos en la zona del sur de Londres y de los límites de Kent. Obviamente, hay denuncias de desaparición de niños todos los días, aunque por suerte la mayor parte de ellos acaban apareciendo. Al llegar la lista de nombres, solicitamos los historiales dentales para que los pudiera cotejar un odontólogo forense. Y la dentadura del esqueleto coincide con el historial de una niña que desapareció en agosto de 1990. Se llamaba Jessica Collins.

Lan fue a la mesa de trabajo a buscar una carpeta y se la dio a Isaac. Él la abrió, sacó una radiografía y la alzó hacia la luz.

—Esta placa nos la ha enviado el odontólogo forense junto con su informe. No tengo negatoscopio ahora mismo; el viejo está estropeado y estoy esperando las lámparas nuevas —dijo, apenado—. Uno de los inconvenientes de la digitalización de las radiografías… Según los informes, esta fue tomada en julio de 1989. Jessica Collins estaba jugando a croquet en el jardín y recibió un pelotazo en la mandíbula. Tenía seis años. No se le rompió ningún diente, pero (no sé si lo podrás ver aquí) la radiografía muestra que los incisivos superiores quedaron mellados y ligeramente torcidos; también se aprecia una irregularidad en los inferiores. Es una coincidencia perfecta.

Ambos miraron el esqueleto y observaron los dientes superiores, marrones y torcidos, y el maxilar inferior, que habían desvelado el secreto de su identidad.

—Durante la autopsia he podido extraer una pequeña cantidad de médula ósea. La enviaremos al laboratorio enseguida para asegurar el tiro. Pero ya puedo confirmar que estos son los restos de Jessica Collins.

Erika se pasó la mano por el pelo, y preguntó:

—¿Tienes idea de la causa de la muerte?

—Hay tres costillas rotas en la parte izquierda de la caja torácica; las fracturas son limpias, lo cual indicaría un traumatismo por objeto contundente sobre el corazón o los pulmones. No se aprecian en el hueso ni marcas ni rasguños que me inducirían a pensar que se empleó un cuchillo o un objeto afilado. También hemos de considerar la falta del incisivo superior izquierdo, aunque no está partido. Salió el diente entero, pero no puedo asegurar cómo lo perdió. Sería previsible que una niña de siete años perdiera un diente de leche…

—Es decir, ¿aún no sabes la causa de la muerte?

—Correcto. Pero como el cadáver estaba envuelto en plástico y lastrado con unos pesos, hemos de considerar la posibilidad de un acto criminal.

—Por supuesto.

—¿Tú en qué año viniste a Inglaterra?

—En septiembre de 1990.

—¿Recuerdas el caso de esta niña?

Erika reflexionó, rebuscando entre sus recuerdos de la época en la que se trasladó desde Eslovaquia, a los dieciocho años, para trabajar de niñera en Mánchester en una familia con cuatro hijos pequeños.

—No sé. En aquella época apenas hablaba inglés y estaba en pleno impacto cultural. Los primeros meses los pasé trabajando en la casa de una familia y siempre me quedaba en mi habitación. No tenía tele… —Se interrumpió al darse cuenta de que la ayudante de Isaac la observaba atentamente—. No, no recuerdo el caso.

—Jessica Collins desapareció una tarde, el siete de agosto de 1990. Salió de casa para asistir a la fiesta de cumpleaños de una amiga, que vivía en la misma calle. Pero no llegó a la fiesta. Nunca la encontraron. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Fue noticia de portada en la época —explicó Isaac.

Sacó de la carpeta una fotografía de una niña rubia muy sonriente. Llevaba un vestido de color rosa de fiesta y un delgado cinturón a juego, una chaqueta de punto azul y unas sandalias blancas con un estampado de flores multicolor. Aparecía posando frente a una puerta de madera oscura en lo que debía de ser una sala de estar.

Había algo en su sonrisa, de incisivos torcidos, que Erika veía reproducido en el maxilar que yacía sobre la mesa de autopsias y que le arrancó una exclamación.

—Sí, ya lo recuerdo —dijo en voz baja al reconocer la foto. Era cierto. Había salido en todos los periódicos.

—Y ahora mismo, nosotros somos las tres únicas personas del mundo que saben lo que le sucedió —dijo Lan, tomando la palabra por primera vez.