29

Erika y Peterson quedaron en el tren de las nueve y media en dirección a London Bridge. Él había subido en Sydenham, la estación anterior, y le estaba guardando un asiento cuando ella subió en Forest Hill. Sin embargo, parecía malhumorado y miraba por la ventanilla como sin ganas de hablar, cosa que ella agradeció porque había dormido muy poco. Al principio había considerado la posibilidad de llevarse a Moss para hablar con Marksman, pero había desechado la idea porque la inspectora estaba haciendo una gran labor dirigiendo el centro de coordinación. También había pensado en John, pero su cháchara matinal la habría sacado de quicio y, además, Peterson tenía más experiencia.

—Va a ser un invierno muy largo —dijo él, cuando el tren redujo la velocidad y pasó junto a la gigantesca planta incineradora de residuos situada tras la estación de New Cross Gate. Había muchas nubes bajas y los edificios de apartamentos parecían agolparse en torno a las vías del tren.

Bajaron en London Bridge y salieron a Borough High Street. Había muchísimo tráfico y los turistas entraban en masa en el Borough Market. Ya había instalada una hilera de puestos de objetos navideños, y el aire gélido traía un aroma a ponche caliente. Pasaron bajo el puente del ferrocarril, cruzaron la calle y caminaron unos minutos rodeados de una densa multitud hasta que llegaron a unas altas verjas negras de hierro colado.

—¿Cómo demonios ha acabado Trevor Marksman viviendo aquí? —comentó Erika mirando a través de la verja un patio adoquinado. Peterson encontró el número del piso y pulsó el timbre del interfono.

—Son esas cosas que te inducen a preguntarte si existirá Dios —repuso él, sombrío.

La inspectora cayó en la cuenta de que ella raramente se planteaba esa pregunta.

—Hemos venido a hablar con un testigo —dijo, viendo la expresión de rabia de su compañero—. Podría sernos útil.

Peterson iba a responder, pero el interfono crepitó y una voz les pidió que mostraran una identificación ante la cámara. Ambos sacaron sus placas y las colocaron frente a la diminuta lente. Pronto las grandes verjas se abrieron sin ruido.

Cruzaron el extenso patio, que estaba rodeado de un pequeño jardín de diseño. Las verjas se cerraron a su espalda y, de inmediato, quedaron aislados del bullicio de la calle.

—No es ese que nos está esperando, ¿no? —dijo Erika mientras caminaban hacia el edificio de ladrillo rojo. Un hombre alto y calvo aguardaba en una gran entrada acristalada.

—No, no es él. Es un ayudante —repuso Peterson.

Cuando llegaron a su altura, el hombre hizo una seca inclinación. Tenía la tez muy blanca, una calva reluciente y una sinuosa cicatriz rosada que le recorría la frente y desaparecía tras la oreja izquierda.

—Buenos días, agentes. ¿Puedo volver a ver sus placas, por favor? —solicitó educadamente. Tenía acento sudafricano y, bajo su indumentaria, observó Erika, se adivinaba que era fornido. Le mostraron de nuevo las placas, y él las estudio con atención, escrutándolos. Sonrió satisfecho y asintió—. Pasen, por favor.

En el último piso, salieron del ascensor a un pequeño vestíbulo. Entre las dos relucientes puertas azules de entrada había una mesa negra lacada y, sobre ella, un estilizado jarrón blanco con un delicado surtido de rosas. El conjunto tenía una elegancia gélida, casi siniestra, hasta tal punto que Erika pensó con cariño en el vestíbulo de su edificio, donde había una mesita auxiliar con periódicos gratuitos y folletos de comida para llevar.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó al hombre, que había permanecido callado mientras subían en el ascensor.

—Me llamo Joel —respondió el hombre. Sus iris eran de un color azul muy claro, casi gris, y la mirada, distante—. Por favor, quítense los zapatos —añadió al abrir la puerta azul de la derecha.

La entrada daba directamente a una gran sala diáfana, alfombrada con una preciosa moqueta de color azul claro, ribeteada de rosas blancas sobre fondo beis. El ambiente, muy caldeado, estaba impregnado de una fragancia casi sofocante de ambientador eléctrico. Joel aguardó junto a ellos mientras se quitaban los zapatos. Erika notó que Peterson se sentía muy incómodo.

—Pasen, por favor.

Cruzaron la sala, llena de estanterías de libros y amueblada con un grupo de sofás de color crema alrededor de una mesita de café de gran tamaño. La mesita estaba cubierta de satinados volúmenes de fotografías, todos con imágenes infantiles. En la portada de uno de ellos, se veía a una niña sentada en una playa, con un traje de baño rojo, haciendo un castillo de arena. Tenía unos grandes ojos azules y miraba fijamente a la cámara con un mohín de seriedad. Las paredes estaban adornadas asimismo con grandes fotografías de niños pequeños. Erika tuvo la sensación de que se había captado la inocencia de aquellos niños en la fracción de segundo que tarda el obturador de una cámara en dispararse, y la habían expuesto en el piso para que fuera devorada con toda tranquilidad. No había nada ilegal en las fotografías en sí, pero el hecho de que formaran parte de la vida cotidiana de Trevor Marksman les confería una cualidad turbadora.

La sala giraba hacia la izquierda, y siguieron caminando hasta allí. Vieron a un hombre sentado en un sillón junto a una ventana panorámica. Estaba contemplando el Támesis bajo el dosel del cielo grisáceo. En las aguas revueltas del río, no había más que un pequeño remolcador arrastrando una gran barcaza.

—¿Trevor Marksman? —preguntó Peterson.


El hombre se giró y Erika se quedó muda. Aunque la piel le cubría la cabeza, no parecía que esa piel hubiera sido siempre la suya. Más bien daba la impresión de que le hubieran desplegado una buena parte de ella y se la hubieran vuelto a colocar chapuceramente sobre el cráneo. En torno a los ojos, estaba angustiosamente tensa, por lo que le proporcionaba a duras penas una especie de párpados. No tenía labios.

—Siéntense, por favor —dijo. Le resultaba difícil emitir el sonido oclusivo de la «pe». Llevaba unos pantalones holgados y una camisa desabrochada en el cuello, donde se prolongaban las quemaduras. Tenía las manos enrojecidas y crispadas como garras, y solo le quedaba un resto de uña en el pulgar izquierdo y en el índice derecho.

—Gracias por acceder a hablar con nosotros —dijo Erika dejando el bolso en el suelo y quitándose el abrigo. Se volvió hacia Peterson, que miraba al hombre con auténtica rabia. También ella sentía repugnancia, pero le lanzó una mirada al inspector para que se contuviera y se centrara. Colocó el abrigo en el respaldo de una silla y tomó asiento. Peterson se sentó a su lado.

—¿Quieren té o un café? —preguntó Trevor. Sus iris eran de un azul muy intenso y su mirada, fría. Erika recordó que ya le habían llamado la atención en la foto policial que le habían sacado cuando lo detuvieron para interrogarlo en agosto de 1990. Era como si mirase a través de una máscara de Halloween.

—Tomaremos café —dijo ella.

—Joel, ¿quieres hacer el favor? —Su voz emitía un sonido ronco y dolorido. El ayudante sonrió y desapareció por una esquina hacia una supuesta cocina.

—No sé qué haría sin él. Tengo problemas cardíacos. Hoy en día apenas puedo dar dos pasos sin tener que sentarme.

—Parece que ya no puede merodear por los parques infantiles… ¿O él lo hace por usted? —planteó Peterson.

Erika le lanzó otra mirada, y dijo:

—Conocemos bien su historial, pero no hemos venido a hablar de eso.

—Solo he sido acusado de un delito en toda mi vida…

—Sí, ya. Por secuestrar y violar a una niña —protestó Peterson—. Después de drogarla.

—Estuve siete años en la cárcel por ello, y no pasa un día sin que lo lamente —respondió él con voz ronca. Empezó a toser y se llevó una de sus manos en garra a la boca desprovista de labios. Señaló un vaso con una pajita que estaba al lado de Peterson, encima del alféizar de la ventana. Este se arrellanó en la silla y cruzó los brazos. Erika se levantó, lo cogió y se lo sostuvo a Trevor a la altura de la boca. El ruido que hizo al sorber por la pajita reverberó por la habitación, hasta que sonó un último gorgoteo y el vaso quedó vacío.

—Gracias —dijo, y volvió a repantigarse en el sillón—. Mi voz y mi garganta nunca se han recuperado del todo de los daños causados por el humo. El médico me dijo que era como si me hubiera fumado diez mil cigarrillos de golpe.

La inspectora dejó el vaso en su sitio y se sentó otra vez. Marksman cogió un pañuelo de papel y se enjugó la cara. Se percató de que Peterson lo miraba con furia. Dejó el pañuelo y se llevó las garras al pecho. Lenta y dolorosamente, se desabrochó tres botones de la camisa y se la abrió por completo; quedó al descubierto el precioso crucifijo de plata que reposaba sobre su tórax quemado. Erika observó que carecía de pezones.

—Le he pedido misericordia a Dios. Se la he pedido, y Él me ha perdonado. ¿Cree usted en el perdón, detective Peterson?

—Soy inspector —respondió él fríamente.

—¿Un inspector que cree en el perdón?

—Sí, claro, pero pienso que hay cosas que no deberían perdonarse jamás.

—Se refiere a la gente como yo.

—Por descontado —dijo Peterson. Erika le dirigió otra mirada de advertencia, pero él prosiguió—. A mi hermana la violó el cura del barrio cuando tenía seis años. La amenazó con matarla si contaba algo.

Marksman asintió, comprensivo.

—El sacerdocio atrae a lo mejor y a lo peor de la raza humana. ¿Se arrepintió?

—¿Se arrepintió, dice?

—¿Pidió perdón…?

—¡Ya sé lo que significa! —gritó Peterson—. ¡Él la violó! ¡Violó a mi hermana cuando era una niña! Eso no pueden borrarlo las palabras ni las oraciones.

Trevor iba a responder, pero Peterson estaba totalmente desbocado.

—El tipo murió por causas naturales; nunca fue llevado ante la justicia. Mi hermana, en cambio, no pudo permitirse el lujo de una muerte en paz. Se quitó la vida…

—Peterson, hemos venido para hacerle preguntas al señor Marksman en calidad de testigo —dijo Erika con serenidad—. Haga el favor de calmarse.

Ya había hablado antes con él y le había dicho que mantuviera la calma. Pero el inspector respiraba agitadamente y fulminaba con la mirada a Marksman, que estaba encogido en su sillón.

—Lamento su pérdida —dijo el hombre con una serenidad casi desquiciante. Tal como en la foto que Erika había visto, los injertos cutáneos ofrecían todo el aspecto de una máscara, y sus fríos ojos azules parecían atisbar tras ella. Frunció la piel por encima del ojo, y la inspectora comprendió que estaba arqueando la zona donde antes había habido la ceja.

Peterson se levantó de un salto y, antes de que Erika pudiera reaccionar, mientras la silla se desplomaba hacia atrás con estrépito, sujetó a Marksman de la camisa. Lo alzó del sillón, pero el hombre no mostró el menor temor y se quedó colgando de las manos férreas que lo agarraban.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó en voz baja, con la cara muy cerca de la del inspector.

—¿Qué?

—Su hermana… ¿Cómo se llamaba? —repitió Trevor con aquella calma exasperante.

—¡No me pregunte su nombre! —gritó Peterson sacudiéndolo—. ¡NO SE ATREVA A PREGUNTAR SU NOMBRE, JODIDO MONSTRUO!

—¡Peterson! ¡James! ¡Suéltelo ahora mismo! —gritó Erika tirándole de los brazos. Pero él continuó zarandeándolo.

—Nosotros no decidimos ser así, ¿sabe? —graznó Marksman, cuya cabeza se bamboleaba adelante y atrás.

De repente Joel apareció junto a Erika y rodeó con un musculoso brazo a Peterson.

—Suéltelo o le parto el cuello —masculló con aplomo.

—Somos agentes de policía. A ver si nos calmamos —dijo Erika, poniéndose delante del inspector y mirándolo con fijeza.

—Esto es una agresión; actuaría con pleno derecho si… —planteó Joel.

—Nadie va a hacer nada. Peterson, suelte ya; y usted, quítele las manos de encima —ordenó Erika.

Tras un breve intervalo, Peterson soltó a Marksman, que se desplomó en el sillón. Joel lo liberó a él, pero se mantuvo muy cerca, con las narinas dilatadas.

—Apártese —dijo Peterson.

—Ni hablar, amigo —replicó Joel.

—Peterson, quiero que se vaya. Ya lo avisaré ¡Ahora mismo! —exigió Erika.

Él los miró a todos enfurecido y dio media vuelta. Sonó un portazo.

Los demás volvieron a sentarse. Joel le abrochó los botones de la camisa a Trevor y lo ayudó a ponerse cómodo. Este le hizo una seña para que se retirase.

—Le pido disculpas —murmuró Erika—. He venido aquí para hacerle unas preguntas como testigo, y pretendía que fuera usted tratado como tal.

—Muy amable su parte.

—No. Simplemente hago mi trabajo… He revisado la declaración que hizo usted y las transcripciones de las entrevistas con la policía en agosto de 1990. Usted declaró que siguió a Jessica el cinco y el seis de agosto, y que por la mañana del día siete estuvo observándola cuando ella estaba fuera de su casa.

—Sí.

—¿Por qué?

—Estaba enamorado de ella… Veo que hace una mueca. Pero debe entenderlo. No soy capaz de controlar lo que siento. Me repugnan mis deseos; no los puedo controlar. Ella era una niña preciosa. La vi por primera vez en el quiosco de Hayes, al poco tiempo de salir de la cárcel. Estaba con su madre. Debía de ser a principios de la primavera de 1990. Jessica llevaba un vestido azul y el pelo recogido con una cinta a juego. Su pelo era luminoso. Sujetaba la mano de su hermanito; le hacía cosquillas, se reía. Su risa… Era como una música. Oí que la madre daba su dirección mientras pagaba la cuenta del quiosco. Y empecé, bueno, a observarlas.

—¿Y qué impresión daban los Collins como familia?

—Alegre y despreocupada. Aunque…

—¿Qué?

—En dos ocasiones, mientras estaba en el parque observando a Jessica con su madre y su hermana…

—¿Con Laura?

—La niña morena.

—Sí, Laura.

—Jessica estaba columpiándose, y la madre y Laura discutían en un banco de algo que parecía recurrente.

—¿De qué?

—No lo sé. No las oía desde donde estaba.

—¿Dónde estaba usted?

—En un banco del lado opuesto del parque.

—¿Fue desde ahí desde donde sacó las fotos de Jessica?

—Y un vídeo también. Gané una videocámara en un concurso de la cooperativa de la cárcel… —Sus ojos se iluminaron y sonrió al recordarlo; se le tensó la piel en torno a los ojos—. La discusión se volvió bastante violenta. Marianne le dio a Laura una bofetada en la cara. Con frecuencia vi también que la madre le daba cachetes a Jessica en las piernas. Pero supongo que era otra época. Hoy en día la gente se escandalizaría; entonces era normal pegar a tus hijos. Y esos católicos son grandes expertos en imponer castigos.

—Laura acababa de cumplir veinte años… ¿y su madre le dio una bofetada en la cara?

Él asintió y apoyó el mentón en el pecho. El tejido cicatrizal se le infló como papel crepé.

—Aunque ella se rebeló y le dio una bofetada a su madre tan fuerte como la que había recibido.

Soltó una risa sibilante al recordarlo.

—¿Qué pasó con las fotos y los vídeos?

—Los incautó la policía.

—¿Usted hizo copias?

—No. Y nunca me los devolvieron. No sé por qué; era un simple vídeo de un parque.

—¿Vio a alguien más que resultara sospechoso?

Él se echo a reír.

—¿Aparte de mí, quiere decir?

—¡Trevor! Estoy pidiendo su ayuda.

—No lo sé. Siempre había mucha gente en ese parque: padres, niños… De vez en cuando algún negrata, aunque enseguida se daban cuenta de lo que les convenía…

—No utilice esa palabra.

—¿Ha estado en Hayes? Un barrio adinerado, seguramente habitado por completo por blancos como lo era en los noventa.

—¿No podríamos…?

—Había un vagabundo de la zona. Bob Jennings.

Erika se irguió todavía más en el asiento.

—¿Bob Jennings?

Él asintió.

—¿Qué hacía allí?

—¿Ha oído hablar de él?

—Por favor, dígame qué hacía allí.

—Era el jardinero del ayuntamiento. Un poco retardado; debía de salirles muy barato. —Soltó otra vez su risita sibilante.

—¿Dónde está la gracia?

—Él solía masturbarse entre los arbustos del parque. Tenía debilidad por las señoras mayores con grandes tetas.

—¿Lo detuvieron alguna vez?

—Vaya a saber. Lo que sí me consta es que ese era su tercer o cuarto empleo en el ayuntamiento. Había sido barrendero, basurero… Su hermana, esa vieja zorra de cara agria, se encargaba de hablar con la persona indicada y de ocultar la mierda bajo la alfombra. Pertenecen a una familia de terratenientes aristocráticos. Con ese acento engolado, ya sabe.

—¿Quién es la hermana?

—La distinguida Rosemary Hooley. Una estúpida integral. No sé si vive aún, aunque probablemente sí. Esa gente de sangre azul aguanta una eternidad.

Erika se quedó callada, pero reaccionó:

—Espere, ¿ella vivía en Hayes?

Trevor asintió.

—¿Una mujer con una cicatriz en el labio?

—Esa. Tenía hace años un perro alsaciano que le mordió en la cara. Recuerdo que Bob se disgustó mucho cuando insinué que ella tal vez había intentado hacerle una mamada… Algunas personas disfrutan chupándosela a un animal. —La inspectora se dio cuenta de que estaba tratando de provocarla. Él se echó a reír y acabó con un acceso de tos. Joel apareció enseguida con un vaso de agua.

—Creo que necesita un breve descanso —dijo el ayudante.

—No. Ya he terminado —replicó Erika, que se levantó y recogió el abrigo y el bolso—. Gracias.

Salió a toda prisa y bajó en ascensor. Al salir afuera, telefoneó a Peterson.