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—¿Crees que se trata de un suicidio? —preguntó Erika. Ya habían transcurrido unas horas, e Isaac Strong se había hecho cargo de la situación junto con Nils Åkerman y su equipo de la científica.

Erika y John estaban con el forense en el pasillo de la casa de la exinspectora.

—La muerte se ha producido por asfixia. El cuello está alargado y con profundas estrías en la piel —explicó Isaac ladeando la cabeza de Amanda—. El problema es que hay un vaso al pie de la escalera con restos de un líquido que huele a Coca-Cola. También, una salpicadura en la pared. Si intentaba ahorcarse, no lo habría hecho sujetando un vaso al mismo tiempo. Tenemos que analizar ese vaso; podría contener alguna droga disuelta en la bebida…

—¿Podría ser que la hubieran pillado por sorpresa en lo alto de la escalera? —inquirió Erika—. Iba en camisón, lo que podría significar que se levantó por la noche. Quizá había alguien acechando en la oscuridad y ella cayó en la trampa…

—Eso tienes que averiguarlo tú —dijo Isaac—. ¿Preferirías que no fuera un suicidio?

—Amanda era uno de los nuestros —dijo ella en voz baja—. Y no parecía…

—Nunca se sabe lo que la gente tiene en la cabeza, Erika.

John se acercó a la trampilla del desván, que había caído sobre la moqueta. El otro extremo de la cuerda todavía se mantenía enlazado en ella.

—La cuerda estaba atada a una pequeña barra metálica de la parte interior de la trampilla —informó el policía.

Erika echó un vistazo al estropicio de yeso y polvo que cubría el pasillo.

—¿Alguna idea sobre la hora de la muerte?

—Sabré algo más cuando examine a fondo el cadáver —respondió Isaac.

El fotógrafo oficial llegó desde la sala y se dispuso a tomar fotos. Los ojos abiertos de Amanda reflejaban los destellos del flash.

Nils se presentó tras el fotógrafo y anunció:

—Creo que les interesará ver esto.

Lo siguieron a la sala de estar. Estaba ordenada, pero la pared de detrás del sofá se hallaba cubierta de material gráfico sujeto con chinchetas. Había mapas de Google, fotografías de Jessica y Trevor Marksman y varias imágenes impresas de Marianne y Laura sentadas en el parque.

—Esas imágenes son fotos fijas del vídeo de Marksman —le dijo Erika a John—. ¿Cómo pudo conseguir las cintas? ¿Dónde está su ordenador?

—Estaba aquí —dijo Nils acercándose a un soporte metálico—. Ahora solo hay una funda de portátil y un cargador. Y abajo, una impresora de inyección de tinta —añadió señalando la base del soporte—. Ni rastro de un teléfono móvil. Y el fijo del pasillo tampoco está. Su monedero, en cambio, sigue en la encimera de la cocina, al lado del hervidor. Contiene doscientas libras y todas las tarjetas de crédito.

—Por tanto, no ha sido un robo.

—No hay signos de que se haya forzado la entrada —indicó Nils.

—La puerta trasera estaba abierta de par en par cuando nosotros hemos llegado —dijo John.

—Pero si hubieran entrado por la cocina, habrían visto el monedero.

Erika se fijó en que había algo encima del soporte del portátil. Se acercó, se sacó del bolsillo unos guantes de látex y cogió una cajita de chocolatinas Terry. Observó que la fecha de caducidad estaba pasada desde hacía mucho tiempo y que el chocolate que quedaba se había estropeado y asomaba entre el envoltorio de papel de plata anaranjado.

—No lo abrió —dijo Erika—. Pero fíjense, el eslogan de la caja está subrayado con rotulador.

—«No es tuya, Terry, es mía» —leyó en voz alta Nils, que se había aproximado y situado detrás de la inspectora—. Eso es muy antiguo. Ya no usan este eslogan… Lo sé porque yo me como varias chocolatinas de esas todas las semanas. Soy un adicto.

—¿Cómo se mantiene tan delgado? —preguntó John, observando que era alto y estilizado.

—Tengo un metabolismo muy rápido…

Erika, sin hacerles caso, le dio la vuelta a la cajita y leyó:

—«Consumir preferentemente antes del once de noviembre de 2006». ¿Por qué subrayar el eslogan de la marca?

John y Nils la miraron, perplejos.


Cuando Erika y John salieron y volvieron al coche, se quedaron sentados, observando cómo sacaban el cuerpo en camilla, metido en una bolsa negra para cadáveres.

—Quiero ver su historial de Internet y sus registros telefónicos. Quiero saber qué páginas estaba mirando y con quien estuvo hablando antes de morir —ordenó Erika—. Quiero investigar a todas las personas que tenían acceso a los vídeos de Marksman, y averiguar si alguien le mandó esas fotos fijas por correo electrónico, o si incluso le pasó la grabación entera.

—Sí, jefa.

La inspectora bajó la vista a la chocolatina Terry, que tenía en el regazo metida en una bolsa de pruebas.

—No es tuya, Terry, es mía… —repitió el eslogan subrayado—. Hay algo que no encaja aquí. Amanda me llamó varias veces. Me dejó mensajes diciendo que había descubierto algo y que debía llamarla con urgencia.

Sacó el móvil y marcó el número de su buzón de voz.

«No tiene mensajes nuevos», dijo la voz automatizada.

—Pero… ¿qué demonios? —Volvió a intentarlo y recibió la misma respuesta—. Hace unas horas tenía aquí tres mensajes de Amanda.

—¿No los habrá borrado por error? —preguntó John.

—No; yo no. Los han borrado.