30
Cuando entré al hotel, el conserje quitaba de una cartelera las informaciones del congreso para reemplazarlas por los coloridos folletos de un encuentro de ejecutivos petroleros. Kuhn miraba la labor como si asistiera a una ceremonia de despojo.
No me preguntó por el comisario. Estaba perdido en sus pensamientos.
—Había planeado publicar las actas del congreso y no voy a poder —dijo.
—¿Por qué no?
—La mitad de las actividades se suspendieron. Pasamos el tiempo hablando de los muertos. Casi no se habló de traducción.
—Al contrario —dije—. Todo lo que ocurrió tiene que ver con la traducción.
No preguntó nada. No quería explicaciones.
—Mañana a la mañana salimos, en tres grupos —dijo—. Recién llamó el comisario para avisar que el juez firmó la autorización.
Los traductores ya habían cenado. Tomaban café y se intercambiaban direcciones. Convencí al encargado del bar de que me sirvieran una sopa de verduras. Mientras preparaban la comida, subí a mi cuarto para dejar el montgomery. Llamé a Elena para decir que volvía, pero no estaba, o estaba durmiendo y dejé un mensaje breve en el contestador.
Cuando salí de mi habitación para bajar a comer, vi a Ana en el fondo del pasillo. La seguí, tratando de no hacer ruido. Subió un piso por la escalera del fondo.
—¿Vas a ver a Naum? —mi voz la sobresaltó.
—Sí.
—Dejalo. No importa lo que haya prometido.
—No me prometió nada.
—Te está mintiendo.
—No. Una sola vez me mintió y nunca va a volver a hacerlo. Fue hace diez años. Me convenció de que me fuera con él.
Tarde, muy tarde, me llegaba una respuesta que no había pedido.
—Después me dejó sola, en una ciudad que no conocía. No me atreví a volver.
—Ésa es una razón para odiarlo, no para ir a su cuarto.
—Naum y yo hablamos el mismo idioma. Y es algo que nadie más puede entender.
Ana me besó en la mejilla.
—Mañana no te vayas sin despedirte —pidió, y entró al cuarto 340. El cuarto de Naum.
Comí solo, pensando en un libro futuro, que se llamaría La lengua del Aqueronte, y que Ana y Naum firmarían juntos. Contaba los orígenes del mito, las huellas que había dejado a lo largo de la historia; la última parte del libro narraba los hechos ocurridos en un punto remoto del sur, en un hotel a medio construir. Dejaba adivinar, en una imprevista efusión autobiográfica, que los autores habían restaurado en esos días difíciles un romance antiguo que los había devuelto a la juventud. Recordaban a los mártires caídos en nombre de la lengua, pero no mencionaban el malentendido que los había tragado, ni al culpable de ese malentendido. Había una lista de agradecimientos, y en ella estaba mi nombre.
Ximena entró al hotel sin cámara en la mano y sin ningún anotador o grabador a la vista.
—Me acaban de llamar de la radio para avisarme que mañana se van. Vine a despedirme.
No dijo si había venido a despedirse sólo de mí o de todo el mundo. La invité a caminar, a pesar del frío; le hablé de su futuro, le di consejos sobre temas que ignoraba por completo y la llevé a mi habitación. Para huir del dolor, elegí la mentira.
Cuando desperté, estaba solo. Ximena no había dejado ni siquiera una nota. Debía haberse ido antes del amanecer, para que nadie la viera. Desde mi ventana, alcancé a distinguir el primer grupo que se iba en la combi blanca. Hubiera querido saludar a Vázquez; le hice señas desde mi ventana, pero no me vio.
Hice con calma el equipaje. No era mi hora todavía.
Cuando bajé a desayunar, Kuhn me dijo:
—Siempre tarde. Igual te llevás un recuerdo de Puerto Esfinge.
Me dio un faro de cerámica que guardé en el bolsillo del montgomery. Pensé en deshacerme de él apenas tuviera la oportunidad. Debí hacerlo de inmediato; si se dejan pasar unas horas, uno se encariña con las cosas.
—¿Tenés todo listo? Salen en media hora.
—¿No venís con nosotros?
—Me quedo unos días más. Hay trámites que hacer.
No dijo qué clase de trámites. Los imaginé.
Ana bajó con un bolso. Estaba pálida y parecía no haber dormido en días. Vino hacia mí, pero no me saludó; empezó a hablarme como si continuáramos una conversación recién interrumpida.
—¿Y si alguien oyera esa lengua en sueños?
—Preguntale a Naum —dije sin mirarla.
No quería saber nada más de la lengua del Aqueronte, ni de Naum, ni siquiera de Ana.
—¿Y si alguien oyera una grabación en sueños? ¿Si alguien dormido le respondiera a una grabación?
Recordé el pequeño grabador, la voz de Rina hablando como una sonámbula. Imaginé la escena, precisa como una alucinación: Ana despertando en medio de la noche para ejecutar la otra historia, la que mis celos no habían podido concebir. Le pregunté por qué, y no dijo nada, y con su silencio dejó que yo eligiera los motivos. Que haya sido por nosotros, pensé.
Desperté de mi envidia, de mis celos, de mi hartazgo.
—¿Dónde está?
Ana movió la cabeza. Pregunté en la conserjería: lo habían visto salir un rato antes.
Corrí por el manto de algas muertas. Miré hacia un lado y a otro: había un hombre, lejos. Al acercarme me di cuenta de que no era Naum y cambié de dirección. Fui hacia el faro. Empecé a tener frío, y ese frío era un mensaje que no quería descifrar. La lengua del Aqueronte seguía hablando. La lengua del Aqueronte contaba la única historia que podía contar.
Abrí la puerta del faro; olí la humedad, cuerdas y lonas que se pudrían, el encierro. Durante un segundo tuve la ilusión de que no había nadie. A mis pies cayó una moneda y miré hacia arriba.
Tres metros sobre mi cabeza estaba Naum, colgado de la cuerda gastada. La única traducción posible había llegado a su fin.
Villa Gesell, enero 1997
Buenos Aires, agosto de 1997