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Había mucha más gente que el día anterior. No quedaban sillas libres. El público, atraído por la noticia, nos miraba con atención inquisidora, estudiaba nuestros rasgos para saber quién tenía la cara más apropiada para el crimen. Aunque el análisis lombrosiano ha sido desterrado oficialmente de la criminología, no ha perdido su arraigo popular.

Ana subió al escenario con una sonrisa nerviosa. El público parecía imposible de acallar. Kuhn se acercó para tranquilizarla.

—Si veo que siguen murmurando mientras hablás, suspendemos unos minutos y nos mudamos de sala. No tenemos por qué ser el circo del pueblo.

Pero Kuhn sabía que éramos el circo del pueblo, y siguió adelante con la función. Subió al escenario, presentó a Ana sin equivocarse y sin echar una sola mirada al papelito donde ella había resumido su currículum.

Ana tenía treinta y cinco años, pero de lejos parecía una chica de veinte. El público la miró con aprobación: esa chica tan estudiosa no tenía nada que ver con el crimen.

El tema de la conferencia era el libro Mi hermana y yo, la supuesta obra póstuma de Friedrich Nietzsche. Ana comenzó con la historia de la aparición del libro, publicado en Nueva York en 1950 por la editorial Boar’s Head Books. La versión de los editores para explicar que el libro hubiera estado escondido durante más de medio siglo había sido la siguiente: Nietzsche había redactado el manuscrito poco antes de su muerte, durante su reclusión en el hospicio de Jena, y se lo había dado a un compañero para salvarlo de las garras de su hermana Elizabeth. El hijo de este hombre lo había vendido a un editor que lo dio a traducir a Oscar Baum. Cuando Baum devolvió el original y el texto en inglés, la editorial había sido clausurada. Durante años el libro permaneció olvidado en los depósitos de la editorial hasta que el dueño decidió volver al negocio. Habían pasado veinte años; y sólo rescató el texto en inglés.

Los especialistas en Nietzsche nunca dudaron de que se trataba de una estafa; lo extraño era que el libro era mucho más que un pastiche de las obras anteriores de Nietzsche, como hubiera obrado cualquier falsificador. El que lo había escrito tenía talento y había estado poseído por el espíritu del autor. Lo animaba también un absoluto deseo de venganza contra la hermana de Nietzsche, que además de descifrar y reunir los manuscritos del filósofo, se había ocupado de acercar su obra al pensamiento nazi. La hipótesis más difundida era que George Plotkin, un falsificador profesional, había sido el autor, porque poco antes de morir había confesado a un especialista en literatura alemana su falsificación. «Confesar la autoría de un libro así —dijo Ana— no es confesar un crimen, sino la gloria. Que la cercanía de la muerte inspira a la verdad es un aforismo que Nietzsche no se hubiera permitido».

Ana, inspirada en los críticos franceses, hablaba de un modo confuso; los hechos, la información, eran escollos en un mar de frases que siempre parecían encerrar un secreto. Ana se había propuesto estudiar filológicamente la edición norteamericana del libro, tratando de descubrir si detrás había un original alemán o si había sido directamente escrito en inglés. Su hipótesis central era ésta: la lengua de traducción, por fluida que sea, siempre arrastra sedimentos de la lengua que está debajo. Esos restos impiden la familiaridad y provocan un efecto de lejanía. Sus problemas con la vista la habían condenado a las metáforas ópticas: «Los libros escritos en nuestra propia lengua los leemos como miopes, acercándolos demasiado a los ojos. Pero los libros traducidos los alejamos para que se vuelvan nítidos. El punto de enfoque está un poco más lejos». La conclusión de Ana fue que detrás de la edición de 1950 había un original alemán, escrito por Nietzsche o por un impostor; la lengua de traducción —sostenía— es imposible de imitar.

Ximena se acercó al escenario para sacar una foto, mientras la gente aplaudía. Se suponía que debían comenzar las preguntas, pero el público, cansado de guardar silencio, conversaba a los gritos. Hubo alguna mano levantada, pero Ana prefirió escapar del estrado. Me levanté para ir a su encuentro: alguien me embistió. Era Rina Agri, que no pidió disculpas y se alejó como una sonámbula.

Me había propuesto no decirle nada a Ana de su conferencia, pero no pude evitarlo y la felicité.

—Lástima que no estaba Naum —se lamentó ella, y más lamenté yo haberme acercado. Quise salir a darle un poco de aire a mi resentimiento, pero Ana me retuvo.

—Estuve a punto de perder el hilo. En la segunda fila, Rina me miraba y movía los labios; después me di cuenta de que estaba hablando sola —dijo Ana.

—Chocó contra mí y no se dio cuenta.

—Debe estar mal. Voy a buscarla —Ana se apuró hacia la salida.

Sentada en la última fila, armada con un bloc, un grabador y una vieja y pesada cámara de fotos, Ximena oía una grabación, ponía un rollo a la máquina y tomaba notas a la vez.

—Pensé que después del susto te ibas a ir —le dije.

—Ni loca. Tengo que cubrir el congreso para información general. Es mucho mejor. El suplemento de cultura no lo lee nadie. Lo mantienen solamente porque la esposa del director escribe poesías.

Me mostró un ejemplar de El Día. Había llegado a tiempo para incluir la noticia de la muerte de Valner. Una volanta gigantesca anunciaba: Nuestra cronista descubrió el cadáver.

—En realidad no escribí la nota, pasé algunos datos por teléfono. Por suerte, hoy es sábado y en el diario el fin de semana nadie quiere trabajar. Si no, hubieran mandado a alguien de la redacción.

—¿Van a seguir hablando del congreso?

—Del congreso no sé… De la muerte de Valner, durante meses. Las cosas siempre ocurren en otra parte; por fin algo que pasa entre nosotros. Mi nota de hoy va a ser una descripción del ambiente el día después de la desaparición de Valner. Los chismes de los pasillos, la reacción del público…

Bostezó.

—Ya sé que es su amiga, pero qué aburrida me pareció esa mujer.

—¿Yo también estuve aburrido ayer?

—No, no se puede comparar.

—En realidad la doctora Despina sabe mucho más que yo. Me pregunto si habrá salido bien en las fotos.

—Lo dudo, no tiene buen perfil.

—¿Y no le sacaste de frente?

—No. Preferí sacarle de perfil. Ahora tengo que sacar unas fotos del lugar donde murió Valner. ¿Me acompaña? Me da miedo ir sola.

Subimos al quinto piso. La puerta estaba cerrada con llave y clausurada con una banda de papel engomado. Para cruzar al otro cuerpo tuvimos que subir a la terraza.

Llegamos a la estructura de hierro, que me recordaba al techo de un invernadero, y me asomé hacia la pileta. Ésa era la última imagen que había visto Valner antes de morir: un hueco rectangular de cemento, lleno de agua de lluvia. El agua nos reflejó durante algunos segundos. En la imagen invertida, vi a Ximena apuntando con su cámara.

—¿Siempre sacás las fotos?

—Sí, hago todo yo, como los corresponsales de guerra.

—¿Y qué notas hacés en Puerto Esfinge?

—En vísperas del verano, turismo. Si descubro a algún famoso, le saco una foto y le hago un par de preguntas. A veces hago accidentes, casos policiales… Pero me publican muy pocas notas. Cuando pasa algo importante mandan a un periodista del diario.

Bajamos por la escalera hacia el natatorio a medio construir. Ximena se acercó a la pileta con lentitud, como si el cuerpo de Valner todavía estuviera allí. Me paré en el borde y vi, bajo el agua, el brillo de una moneda. Salté al interior, en la zona más baja, que estaba vacía. Caminé hasta hundir las suelas de los zapatos y me estiré hacia la moneda.

—¿Qué es? —preguntó Ximena.

—Una moneda de níquel de un peso. Año 1969. Dejó de circular a principios de los setenta.

A Ximena no le interesó la moneda. Fotografiaba el techo, el hueco de la escalera, un gato que se paseaba por la cornisa. Yo me guardé la moneda en el bolsillo. La capa de óxido que la cubría era muy ligera. Llevaba pocas horas en el agua. Raspé el óxido: tenía marcas de dientes.

De Valner hubiera esperado otra clase de amuleto —piedras con poderes mágicos, un escorpión momificado, cristales, runas— pero no algo tan inocente, tan desprovisto de sentido como una moneda fuera de circulación.