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Julio Kuhn nos recibió en el hall del hotel. Medía casi dos metros y vestía como un escalador. Sus borceguíes resonaban en el salón con una seguridad que sus gestos desmentían: hasta que todos hubiéramos llegado, no iba a estar tranquilo. Me saludó con un abrazo y dijimos las cosas de siempre: que estábamos iguales, que tendríamos que vernos más a menudo. Nombró a algunos conocidos comunes, para ver si tenía noticias más recientes que las suyas; no me atreví a confesar que no sabía de quiénes hablaba. Kuhn era un organizador nato; no muy brillante en su especialidad, pero capaz de ordenar las dispersas y confusas mentes de quienes lo rodeaban. La primera regla de un organizador es recordar a todo el mundo, y Kuhn no dejaba que ninguna cara, ningún nombre se disolviera.
Me tendió el folleto del congreso. Una mano temblorosa había dibujado a pluma el faro de Puerto Esfinge.
El viento golpeaba los ventanales. Kuhn miraba satisfecho el hotel.
—¿Por qué elegiste este lugar? —le pregunté.
—Mi primo es uno de los socios del hotel. Me hace un precio especial; de otra manera, con los fondos que tengo, no podría haber invitado ni a la mitad de la gente. Lo compraron hace dos años, después de que la empresa original quebrara. Ahora hay poco turismo, estamos fuera de temporada. Pero el mismo grupo que lo compró pronto va a inaugurar un casino.
—¿Quién va a viajar tantos kilómetros para jugar a la ruleta?
—Está todo pensado. Se arman chárters con jugadores. No se les cobra el hotel, solamente las comidas. Los jugadores no cuentan con ninguna otra distracción, por lo tanto se van a encerrar en el casino hasta perder el último centavo. Lástima que mi primo no me acepta como socio.
Busqué en el hall señales del resto de los invitados.
—¿Y los demás? —pregunté.
—En dos horas llega otro contingente. El resto, mañana.
—¿Viene Ana Despina?
—Pronto va a estar aquí.
Kuhn no me miró al responder. Siempre fue discreto. De joven, podía interrogarlo a uno durante horas con un detallismo exasperante acerca de posiciones políticas, pero jamás hablaba de mujeres, a menos que uno sacara el tema. Los sentimientos humanos lo incomodaban; Kuhn se había casado muy joven, pero nunca mencionaba a su mujer. No sé qué era el amor para Kuhn, pero nunca fue un tema de conversación.
El conserje del hotel anotaba con lentitud los nombres de los pasajeros en el libro de registros. Había repartido fichas para completar. Escribí mis datos: Miguel De Blast, casado, edad… En un día más cumpliría 40 años. No quise adelantarme y puse 39.
Me dieron la llave del cuarto 315. En la habitación me propuse ordenar un poco lo que tendría que decir al día siguiente. Mientras el conferenciante que había en mí exponía sus ideas, el auditorio que me habitaba se quedaba dormido.
Desperté con hambre. En el hall del hotel había caras nuevas. Kuhn, sentado en un sillón, hablaba con un hombre de unos setenta años. Yo había visto en alguna parte esa barba blanca, esa boina ladeada, y, sobre todo, los anillos de piedra y metal que cubrían los dedos de su mano izquierda, con forma de ojo, de media luna, de avispa…
—Valner, le presento a mi amigo Miguel De Blast. Hace años que traduce a los neurólogos del círculo de Kabliz.
—De Blast —dijo Valner, como si mi nombre le sonara—. Usted tradujo también a Nemboru.
Casi había olvidado ese trabajo. Siete años atrás, después de esperar durante meses el encargo de alguna traducción decente, había respondido al llamado de una editorial especializada en textos esotéricos. Había subido los cuatro pisos de un edificio cercano al mercado del Abasto para recibir el original de El mundo perdido de la alquimia, de Kristoff Nemboru, un ruso que vivía en París pero que seguía escribiendo en su lengua natal.
—Ese libro me sirvió mucho en mis investigaciones. No tanto por lo que dice, como por lo que no dice. Nemboru sabe que no todas las verdades pueden ser publicadas; para entenderlo hay que saber leer las alusiones, los vacíos.
Entonces recordé quién era Valner, no por su cara ni por sus anillos sino por su voz. La voz de quien está en posesión de una verdad que los demás ignoran, la música de la convicción. Tenía un programa de radio donde hablaba de los OVNIs, el cumplimiento de profecías, el más allá, la conexión Egipto-Marte. Durante años Valner había firmado traducciones llenas de erratas de las profecías de Nostradamus, los libros de Allan Kardek, manuales de teosofía y versiones resumidas de las obras que integran el corpus hermético. En algún momento había sido un apologista del esperanto, pero se había convertido en su detractor por temor a que la lengua artificial triunfara en el mundo y ya no tuviera ningún valor el ser un iniciado.
Le pregunté a Kuhn por el programa del día.
—Voy a abrir yo, para darle la bienvenida a todos. Después empieza Naum con la primera ponencia y sigue Valner, que mañana se tiene que ir. ¿Cuál es el tema de su ponencia, Valner?
—Voy a hablar de la lengua enoquiana que los ángeles le transmitieron a John Dee. Estoy escribiendo su biografía.
Yo había traducido El mundo perdido de la alquimia, pero traducir es olvidar. Vagamente recordaba al mago inglés, inventor de lenguajes cifrados, de telescopios, de armas secretas. A través de una piedra negra pulida como un espejo hablaba con los ángeles. Se entendía mejor con las criaturas de otro mundo que con sus contemporáneos; acusado de brujería, una turba lo quiso linchar, y destruyó su biblioteca. Alguien había escrito que Shakespeare lo había tomado como modelo para su Próspero.
—Pedí por escrito un permiso al Museo Británico para que me dejen ver la piedra negra, pero la tienen bien guardada. Si me dan el permiso, voy a viajar en invierno para verla.
—¿No está a la vista?
—No. Varias veces trataron de robarla, y por eso la esconden. La noticia no apareció en los diarios.
—¿Por qué no?
—Las autoridades del museo no quieren que se hable de la piedra. Ellos mismos, a través de publicaciones que llaman «especializadas», hicieron lo posible por difundir la fama de farsante de John Dee. Pero si realmente hubiera sido un farsante, no se preocuparían tanto por la piedra. Es el único objeto mágico que le queda al mundo y no dejan que nadie lo vea. Yo pedí varias veces permiso, y siempre me lo negaron. Esta vez tengo más esperanzas, porque cambió la conducción del museo. Acaban de dar a conocer un nuevo catálogo con libros herméticos cuya posesión nunca antes habían reconocido.
Valner reconoció a alguien y se alejó bruscamente.
—¿Por qué lo invitaste? —le pregunté a Kuhn—. Ni siquiera traducía los libros que firmaba. Copiaba, y mal, traducciones ajenas.
—Necesitaba a alguien que hablara de esas lenguas inventadas, perdidas, artificiales. ¿Qué culpa tengo yo si la gente seria no se ocupa de esas cosas?
—Vamos, Kuhn. ¿Fue para darle al congreso un poco de publicidad?
—En realidad no tuve otro remedio. Alguien me presionó para que lo incluyera.
—¿Quién fue? ¿La presidenta de esa misteriosa fundación que te financia mientras evade impuestos?
—No imaginarías quién.
Eran las cinco de la tarde. Tomé en el bar un Fernet con Coca-Cola y salí del hotel.
El viento me disuadió de llevar mi caminata más allá de un derruido muelle de piedra. De las algas en descomposición llegaba un olor fuerte, dulzón; en el tejido quedaban atrapados restos de la ciudad y del mar: paquetes de cigarrillos, cangrejos, líneas de pesca, latas de cerveza. Cerca del muelle, dos chicos tocaban con la punta de una rama un bulto tendido en la arena. Al acercarme vi que era un lobo marino.
Del libro de Nemboru —que traduje con innecesario rigor— había aprendido que los símbolos nos acechan en, entre o detrás de las cosas, y que no hay lugar donde posar la vista —ni siquiera ochenta kilómetros de desierto— donde no haya Señal, Letra o Mensaje. Me acerqué al animal muerto. Los chicos, aburridos o asustados, se alejaron. Quizás también ellos habían descubierto en el cuerpo la forma de una Inicial.