10

Me despertó el teléfono. Levanté el tubo y oí los primeros versos del «Cumpleaños feliz» en medio de interferencias. Estaba tan dormido que tardé unos segundos en reconocer a Elena.

—¿Me compraste un regalo?

—Todavía no. Aprovecho que no estás. ¿Hoy te toca hablar?

—Ya hablé.

—¿Y cómo salió?

—Creo que bien. Pero tengo algo más para contar.

Siempre me costó hablar por teléfono, porque nunca sé qué decir. Aunque haya un tema, me vuelvo lacónico; al hablar de la caída de Valner, mis frases de telegrama daban a los hechos un aire aun más sombrío; cuando cuento las cosas —me han dicho a menudo— construyo murallas alrededor de lo que describo y le doy a todo sitio una atmósfera de encierro. Elena, asustada, me pidió que volviera; prefería mis caminatas nocturnas por la casa a la angustia de recibir noticias raras desde lejos.

—Ahora no puedo volver —expliqué—. Vamos a estar encerrados hasta que las cosas se aclaren.

Me preguntó por los otros invitados. En realidad quería saber si había mujeres jóvenes. Hice una lista de invitados y creo que no me olvidé de nadie, excepto de Ana.

—¿Y Naum?

—Dicen que llega mañana.

—Leí en el diario que de regreso va a dar una conferencia en Buenos Aires, antes de volver a París.

No dije nada.

—Llamame mañana —pidió. Me dijo que me extrañaba, y que aunque había pasado un día, parecía más tiempo. Le dije que también la extrañaba y que también para mí había pasado más tiempo.

—Buscá la noticia en el diario —dije—. Valner tenía sus seguidores. Seguro que interpretan su muerte como una conspiración para mantener en secreto una base extraterrestre.

Cuando bajé a desayunar me crucé con dos empleados de la morgue municipal que llevaban en una camilla el cuerpo de Valner. Lo cubría una lona negra impermeable. Lamenté el encuentro, comí una sola medialuna.

El bar estaba animado; la muerte de Valner había ocurrido mucho tiempo atrás. Los pasajeros se hablaban de una mesa a otra, algunos parecían entusiasmarse con la hipótesis de un asesinato. Frente a mí se sentó uno de los dos franceses, Schreber, que comenzó a explicarme los ensayos que había hecho con un grupo de antropólogos para trabajar con un idioma indígena —no recuerdo cuál— como lengua interna de un programa de traducción. Algunas lenguas primitivas tienen una estructura lógica similar a la de las lenguas artificiales, me dijo Schreber. La civilización, en cambio, siempre necesitó un lenguaje irracional para expresarse. El francés no entendía nada: el tema del día era otro. Me escapé de su compañía, en busca de rumores.

En los altoparlantes sonaba una música sin vida; luego se oyó la voz de un locutor. En el bar se hizo silencio: aquel hombre, instalado en la capital de la provincia, se preguntaba «¿Habrá entre los traductores un asesino? Dicen que fue un accidente o un suicidio, pero ¿con quién hablaba el muerto la noche del crimen? Para recordar al profesor Valner, trasmitiremos un extracto de la conferencia que dictó el año pasado en nuestra ciudad, sobre la ciudad extraterrestre de Erks».

Con un tono razonable, la voz de Valner comenzó a explicar que había una ciudad debajo de una montaña, y que el gobierno ocultaba el hecho. Los cambios de ministros, las internas partidarias, los enfrentamientos políticos eran cortinas de humo, noticias que tapaban los verdaderos acontecimientos, construcciones imaginarias que nos apartaban de la verdad. Aseguraba haber estudiado el suelo con un aparato de su invención —que llamaba erkoscopio— y haber oído voces bajo tierra que hablaban una lengua que parecía una música ejecutada con instrumentos de cristal.

Descubrí a Kuhn afuera, solo, mirando el mar. No era un hombre acostumbrado a la melancolía.

—Estuve toda la mañana haciendo llamados telefónicos para ubicar a familiares de Valner. Sólo pude hablar con unos vecinos que van a intentar avisarle a una prima que vive en no sé dónde.

—¿Y alguno de esos grupos a los que pertenecía no te puede ayudar?

—Se había peleado con todos. Apenas fundaba un grupo y conseguía organizarlo, empezaba a trabajar para provocar una escisión —Kuhn se sentó en la escalera de la entrada—. Preparé este congreso durante dos años. No sabés la cantidad de llamadas, de fax, de cartas… Ahora nadie piensa en el congreso. Todos quieren irse.

Pensé serenamente qué decirle para levantarle el ánimo.

—La gente siempre vuelve de los congresos sin nada que contar, salvo algún romance furtivo. Esta vez todos van a volver con una buena anécdota. Durante el año, todo el mundo se va a acordar del congreso de Julio Kuhn.

Sonrió sin ganas y miró su reloj de bolsillo.

—Voy yendo para la sala. Quiero ver si anda el micrófono.

—¿A quién tenemos que soportar?

—A Ana.

Ninguna conferencia empieza nunca a hora, así que me demoré en el bar, mirando a la gente que entraba. También entró el comisario. Se acercó a mi mesa.

—La gente está muy interesada en la charla de hoy —me dijo.

—¿Encontró algo?

—Un pedazo de tela azul, que se enganchó de uno de los hierros del techo. Me dijo el conserje que Valner tomaba bastante. A lo mejor no fue un suicidio, sino un accidente.

—A Valner el alcohol no lo perturbaba. Solamente le devolvía un poco de sentido común.

—Me contaron que se peleó con usted en su conferencia.

—No se peleó, me interrumpió nada más.

—¿No discutieron después?

—¿Quiere saber si yo lo empujé? A esa hora estaba en otra parte.

—¿En dónde?

—En la playa.

—¿Solo?

—Con Ana Despina. Va a hablar ahora. Si quiere oírla…

—No, gracias. Tengo el sueño fácil. No se ofenda, pero la traducción no es un tema que me interese. De la única traducción que me ocupo es de la que hago con los borrachos que encuentro dormidos en la calle. Los borrachos hablan todos el mismo idioma; nadie los entiende, pero ellos se entienden entre sí. Cuando tomo de más, yo también empiezo a entenderlos.