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Caminamos en silencio. Sin darme cuenta, había acelerado el paso, dejando atrás a Ana.

—¿Por qué hay gente allá arriba? —me preguntó.

Levanté la cabeza, miré hacia la mitad oscura del hotel. En el último piso se veían luces en movimiento.

Cuando entramos en el hall los indicios de la tensión se mezclaron sin dar tiempo a hacer preguntas: el chofer de la combi salió del hotel con tanta brusquedad que casi me atropella, un grupo de traductores rodeó a Ximena mientras le daban algo de beber, el conserje hablaba nervioso por teléfono:

—¿Club Senda? ¿Está el comisario por ahí? Dígale que es urgente, que venga al Hotel del Faro…

Me crucé con Islas, que caminaba ausente, como un invitado en una reunión en la que no conoce a nadie, y le pregunté por qué había tanta agitación.

—La chica del diario se descompuso —contestó con timidez, como si se sintiera indigno de responder sobre un asunto por completo ajeno—. Pasó algo arriba.

Subí en el ascensor hasta el quinto piso. Los cuartos de esa zona estaban deshabitados; algunos servían de depósito. La puerta que comunicaba con el otro cuerpo del edificio estaba abierta. Del otro lado había un grupo de gente con linternas. Estaban todos silenciosos, alrededor de la pileta de natación. Como las linternas alumbraban hacia abajo, no se veían bien las caras. Reconocí sólo a Kuhn, una cabeza por encima de los demás.

La pileta, como el piso, era de cemento sin revestir. Quedaba a la intemperie, porque sobre ella no había más que una estructura de hierro a la que le faltaban los vidrios. Las lluvias habían llenado de agua la parte más profunda de la piscina. Los haces de las linternas se detenían unos instantes en el fondo y erraban, después, por el techo sin cristales. Boca abajo, hundido en cinco centímetros de agua, había un cuerpo vestido con una campera azul. La mano derecha estaba completamente sumergida, pero la izquierda dejaba ver los anillos: la luna, el ojo, la avispa y el corazón.