13
Kuhn, Ana y cuatro o cinco traductores que ya no recuerdo partimos para ver primero la Salina Negra y luego las instalaciones, también abandonadas, de una mina de carbón.
En el viaje, Kuhn y Ana hicieron conjeturas sobre el próximo libro de Naum.
—Estuvo recorriendo hospicios, buscando gente con trastornos en el habla —dijo Ana—. En un hospital ubicó a un español, Ulises Drago, que escribía desde hace años un largo poema sobre la caída de Babel. Drago hablaba un idioma incomprensible inventado por él, pero escribía en español sus visiones sobre la torre. Naum publicó un par de artículos sobre Drago y sobre la relación entre su poema y el idioma que había inventado. Creo que el libro que esconde es una mezcla de ensayo y ficción donde Drago lo guía por las ruinas de la torre de Babel.
—¿Va a hablar de eso en la conferencia de hoy? —preguntó Kuhn—. Le pedí que me mandara con anticipación el tema, pero me respondió que no estaba decidido.
—Siempre dice que todavía no está decidido —dijo Ana con brusquedad. Reconocí en su voz, irritado, la intimidad, y aliviado, el rencor.
La combi se detuvo al costado de la ruta, y caminamos un kilómetro por una breve pendiente. La Salina Negra era una meseta que parecía la huella de un incendio anterior al diluvio. Algunos vagones de carga habían quedado olvidados desde hacía cuarenta años, comidos por el óxido y los vientos. La sal sucia se mezclaba con los huesos de los pájaros que llegaban en invierno en pequeñas bandadas.
Levanté del suelo el cráneo de un ave y lo guardé en el bolsillo. En un estante de mi estudio juntaba huesos de pájaros, que a Elena le causaban repulsión. Hicimos veinte kilómetros más y llegamos hasta una mina de carbón que había dejado de funcionar veinte años atrás. El guía, un hombre de sesenta años, nos recibió vestido como un minero de principios de siglo, con un casco con luz en la frente, y nos invitó a bajar por una angosta escalera de metal.
Al recorrer los túneles Ana me dio la mano. Tropecé y casi la arrastro en mi caída.
—No me gusta estar aquí abajo. Por qué no me habré quedado en el hotel.
—Tenés que volver con alguna foto para mostrar. ¿O vas a reservar el rollo solamente para la conferencia de Naum?
Se rió.
—¿Estás celoso? No lo veo nunca a Naum.
Se descolgó la máquina portátil del cuello.
—Voy a sacarte fotos solamente a vos, para que no te sientas ignorado. No mires directo a la cámara, para que no salgan los ojos rojos.
Se alejó unos metros y disparó el flash. Nunca vi esa fotografía.
El guía describía el trabajo en la mina: las largas jornadas, la vida en un pueblo de casas precarias, el polvo en los pulmones. Los extranjeros prestaban atención; yo, por costumbre, nunca escucho a los guías. Me la pasé hablando con Ana hasta que el hombre nos reunió en círculo, de manera que nos obligó a estar callados.
—Una vez vino un médico a preguntar a los mineros qué soñaban. Y todos coincidieron: soñaban que se iban petrificando, que se endurecían hasta ser parte del carbón; soñaban que sus órganos internos se convertían en piedra. La mina los tragaba y ya nunca más salían de la negrura. Y el médico escribió un librito titulado: Los hombres fósiles, y nunca más volvió a escribir nada ni a investigar nada. Yo soy, desde hace mucho, un hombre fósil. Un gran porcentaje muere; pero un pequeño porcentaje se hace muy fuerte gracias al carbón. Puedo pasar aquí abajo días enteros, en la oscuridad; más tiempo que cualquiera y sin volverme loco.
Ana estaba apurada por abandonar la mina. El guía nos despidió abajo, la mano como visera para evitar el resplandor gris del día. Insistió en que nos lleváramos cada uno un pedazo de carbón como recuerdo.
El chofer estaba interesado en saber qué había dicho el guía. Kuhn le contó, y después le preguntó:
—¿Era en serio un minero?
—¿Minero? No. Era médico. Vino a investigar y se quedó en la zona para siempre. Hace años que dice que está escribiendo un libro, pero nadie vio nunca una sola página.
Cuando estábamos a pocos minutos de Puerto Esfinge nos detuvimos, porque un auto había derrapado hasta salirse del camino. Era un viejo Rambler verde, abollado, y picado de óxido. Uno de sus ocupantes, un hombre gordo y gigantesco, vestido con saco y corbata, permanecía sentado en el capot, abatido.
—Es la maldita tosca —dijo—. Este es un auto de colección, lo tengo desde el año sesenta. Espero que no le haya pasado nada.
Pasó la mano por el capot, acariciándolo.
El otro, un hombre delgado, de cabeza rapada, vestido con un saco que le quedaba tres talles más grande, estaba parado a unos metros, rígido e inmóvil, mirando hacia todas partes. No dijo una palabra.
—¿No es usted el doctor Blanes? —preguntó Kuhn al bajar de la combi.
—¿Julio Kuhn? —El hombre gordo le tendió la mano—. Por qué no lo llevan a Miguel con ustedes. Yo me quedo con el auto hasta que manden el auxilio.
Kuhn convenció al médico de subir a la combi. El otro hombre, que se llamaba como yo, aceptó indiferente, como si estuviera acostumbrado a que lo llevaran de un lado para otro. Ya en la combi, Kuhn nos presentó.
Mientras nos alejábamos, el doctor Blanes siguió con la mirada el coche abandonado, tragado por la nube de polvo y la distancia.
—Miguel es traductor —dijo el doctor Blanes cuando su auto desapareció de la vista.
—¿Y qué traduce? —pregunté.
—Todo. Absolutamente todo.