28

A la tarde, después de almorzar y caminar un poco, entré en mi habitación y sentí olor a cigarrillo. Durante un instante creí que me había equivocado de cuarto.

Un hombre, sentado en la cama, leía mis papeles a la luz del velador.

—¿Qué está haciendo aquí, comisario?

Guimar me miró molesto por la interrupción.

—Mi trabajo. No se preocupe, no encontré nada comprometedor.

—¿Qué buscaba?

—Como anduvo visitando cuartos ajenos, pensé que quizás se había llevado algo del 316.

—No sé de quién es el cuarto 316.

—Lo vieron dando vueltas por el hotel. Lo vieron cuando dejó las llaves. ¿Qué estaba buscando, exactamente?

Me senté en la cama. Guimar sabía.

—Una explicación.

—¿Encontró algo?

—No. Mire usted mismo los papeles que dejó Rina Agri. Verá que no hay modo de explicar nada.

Guimar se puso el sobretodo que había dejado sobre la cama.

—Discúlpeme por el olor a cigarrillo. No puedo parar. No se saque la campera, vamos a salir juntos. Yo le voy a contar una historia y usted otra.

Guimar levantó el cenicero del hotel, que había llenado de colillas, y lo vació en el baño.

—¿Adónde vamos? —pregunté, inquieto.

—Tengo que pasar por la comisaría. No se preocupe, no está arrestado.

Khun se alarmó al verme bajar con el comisario.

—¿Adónde vas, Miguel?

—Necesito que alguien firme unos papeles. Me lo llevo al señor De Blast como testigo —respondió Guimar sin detenerse. Hice a Kuhn un gesto de resignación y seguí al comisario.

Afuera esperaba un Fiat 1500 abollado.

—Tengo que usar mi auto particular hasta para asuntos oficiales. El patrullero siempre está en el taller. Si no son las bujías es el eje o la batería. ¿Conoce de mecánica?

—No sé manejar.

—Acá no se puede vivir sin saber manejar. Pero los autos no dan más que problemas. Éste no es tan viejo y a menudo me deja a pie.

Calculé que el auto tenía veinte años. El comisario encendió la radio. El locutor dio algunas noticias locales —una muestra de pintura, un accidente en la ruta— y después habló del congreso sobre traducción. Dijo que iba dar paso a una conexión con una corresponsal en el hotel. Reconocí la voz de Ximena.

—Esta chica saca fotos, escribe, habla por radio.

—Es la única periodista que tenemos —dijo el comisario—. El padre es ingeniero, hace años que se fue del pueblo. Las dejó a ella y a la madre solas.

El auto siguió por el camino de la costa y después giró a la izquierda, para entrar al pueblo. El comisario redujo la velocidad al cruzar un semáforo en rojo.

—Hay que tener cuidado con el tránsito, aunque sea un pueblo tranquilo —se disculpó.

Detuvo el Fiat frente a la comisaría. No había nadie de custodia. En un cuartito, junto a un busto de San Martín, un suboficial dormitaba. Guimar golpeó con fuerza la puerta para despertarlo y siguió de largo.

Subimos una escalera angosta hasta una oficina que ocupaba un gran escritorio. A los costados había archivos de metal. Sobre el escritorio, una máquina de escribir.

—¿Para qué me trajo, comisario?

Sin responder, Guimar se sentó detrás del escritorio y abrió con una llavecita un cajón. Sacó una nueve milímetros, que dejó sobre el escritorio, y una carpeta anaranjada. En la carátula leí, en letras apuradas: Hotel del Faro.

—Llegué hace cinco años a este pueblo. Me dijeron que nunca pasaba nada, que nunca había pasado nada, pero yo me di cuenta de que la diferencia entre que no pase nada y que pasen muchas cosas es una cuestión de observación. Me encontré con un archivo vacío, que fui llenando con mis propios informes, que yo redacto y que están dirigidos a mí. Desde que llegué empecé a llenar el archivo; apenas me senté compré cinta nueva para la máquina y me puse a escribir. Una carpeta para cada tema. En ese archivo está toda la historia del pueblo y nadie lo sabe. Se lo cuento a usted, porque es de afuera y porque quiero que me entienda. Déle una mirada a esta carpeta.

Abrí. Hablaba de la compra del terreno del hotel, la composición del antiguo directorio, los antecedentes de un arquitecto. Leí: VIOLACIONES AL CÓDIGO DE CONSTRUCCIÓN.

—Cuando detecto un delito lo escribo en mayúsculas; eso es todo lo que puedo definir como mi estilo literario. Delitos en mayúsculas. Tengo anotado todo. A veces me sirve para presionar a la gente, pero es mucho más que eso. No quiero que nada de lo que pase quede fuera de mi archivo. No me importa que a veces no pueda actuar, que tenga las manos atadas. No sé si puedo hacer justicia y no sé si me interesa hacer justicia, pero quiero que todo quede por escrito. Ahora hable; agregaré una nueva hoja a esta carpeta. Hable, o sus días en Puerto Esfinge se van a prolongar. Supongo que lo espera mucho trabajo en Buenos Aires.

—No va a creer mi historia.

—Ya veremos. Empiece. Demuestre convicción, como si nadie en el mundo pudiera dudar de su palabra.

Hablé, titubeando, de la lengua del Aqueronte. Hablé de Valner y de Rina y de Zúñiga, pero no mencioné a Naum. En mi relato, las muertes provenían sólo del mal que dormía en un lenguaje; era una fatalidad sin culpables. Guimar me oyó sin interrumpirme, a pesar de que yo hacía pausas esperando su interrupción; a veces, cuando sentía que cruzaba una zona peligrosa, hablaba más rápido, tratando de evitar una interrupción que imaginaba próxima. No sé por qué protegí a Naum; quedaba quizás algún vestigio de una lealtad perdida, o no quería que en nuestra vieja historia se cruzaran extraños.

Guimar no dijo nada sobre lo que acababa de oír. Sacó una carpeta naranja y escribió en la portada Lengua del Aqueronte.

—¿Está bien escrito?

Le dije que sí.

Después guardó el arma en el saco, cerró el cajón y me ordenó que lo siguiera.