20

Apenas cerramos la puerta del faro, una ráfaga helada inauguró la tormenta. Corrimos hacia el hotel. El mar golpeaba contra la muralla de algas, amenazando con demolerla. El hotel era una luz a lo lejos: los objetos bajo la lluvia están más cerca de lo que parece.

En la larga mesa del comedor había algunas sillas ocupadas por traductores que comían pan con manteca y se aburrían.

—Creo que su montgomery no es impermeable —dijo Vázquez, mientras jugaba al solitario en una mesa aparte.

Dejé la campera cerca de la estufa y subí a cambiarme la ropa mojada. Por iniciativa de mi mujer, había llevado un pantalón de más. En mi limitado orbe de predicciones, la lluvia era tan improbable como un eclipse.

Me senté con Vázquez.

—¿Cómo terminó el debate?

—Que hay que traducir solamente novelas con pistoleros sordomudos, para evitar el problema del coloquialismo. Hizo bien en no venir, me aburrí mucho.

—Creí que iba a hablar usted todo el tiempo.

—Hablé yo todo el tiempo, pero igual me aburrí.

Me quedé mirando las cartas. Iba a hacer una sugerencia, pero Vázquez me atajó.

—No se le ocurra decir nada, que no soporto que nadie se meta cuando juego al solitario. Es un verdadero vicio.

—No me diga que es el único.

No podía seguir. Barrió las cartas y me tendió el mazo.

—¿Juega?

—Me aburren los juegos de cartas.

—El solitario no es un juego de cartas. Es un rompecabezas. Piezas desordenadas que hay que ubicar en el lugar preciso.

—¿Por qué cree que se asustó tanto el paciente de Blanes?

—Si fuera una escena de una novela policial, le diría que le encontró un sentido a algo que para nadie más tenía sentido.

—¿Pero por qué imaginar un sentido terrible a esas palabras, y no a cualquier otra? Zúñiga y él no se conocían: ¿por qué tendría que tenerle miedo?

—A lo mejor el significado terrible no estaba en sus palabras, sino en la escena. Imagínese que yo le digo que hay aquí un asesino que tira un naipe al pie de la persona que va a matar. Luego alguien se acerca a usted y deja caer una carta. Puede ser una carta cualquiera —tomó un as de corazones—. Si alguien ve la escena, y ve su terror, se preguntará ¿qué hay de terrible en el as de corazones? Pero es el relato previo lo que provocó su miedo, no la carta en sí.

—No me convence —dije.

—Los misterios están ahí para darnos tema de conversación, no para que los solucionemos. Si uno sabe cómo entretenerse hasta que traen la comida, y después sabe cómo sobrellevar la charla de sobremesa, tiene la vida resuelta.

Ya estaban todos sentados a la mesa. Nos acomodamos en los sitios vacíos. Media hora más tarde habíamos terminado con las empanadas de carne, y esperábamos el cordero asado. Ana estaba sentada a mi lado. Había cambiado el pulóver mojado por uno celeste. Se había secado el pelo y lo llevaba atado con una cinta amarilla.

—Qué felicidad este momento, el instante justo antes de empezar a comer —me dijo Vázquez—. Después viene la saciedad, la indigestión y el arrepentimiento.

Con esa clásica indiferencia de algunas mujeres por la comida, Ana se levantó cuando estaban sirviendo el cordero. Le pregunté adónde iba.

—Voy a ver qué le pasa a Rina.

Llamó desde el teléfono de la conserjería. Unos segundos después colgó y le pidió al conserje que llamara a Rauach. Solamente yo prestaba atención a los movimientos de Ana; los demás iban levantando el tono de voz a medida que se vaciaban las botellas. Es frecuente, en una cena con muchas personas, que una muralla hecha de conversaciones y miradas aísle la mesa del mundo, hasta que al final uno mira a su alrededor y descubre que el salón horas antes lleno, ahora está vacío, y con las sillas sobre las mesas.

El gerente dudó unos segundos, amagó una negativa, y finalmente tomó un manojo de llaves. Ana y Rauach desaparecieron en el ascensor.

Pasaron unos minutos. Me acababan de servir el cordero. La caminata y la lluvia me habían dado hambre. Lo miré con tristeza: tan jugoso, pensé, tan tentador, y no voy a probar un solo bocado.

Subí las escaleras. El primer piso estaba desierto; en el segundo encontré a Ana, que caminaba perdida. Con las dos manos se apretaba la boca del estómago.

Rauach, el gerente del hotel, cerró la puerta de la habitación. Sacó un pañuelo del bolsillo y limpió los números dorados, tres-uno-seis, hasta hacerlos brillar. Sólo reaccionó cuando le toqué el hombro. No dijo nada, pero despertó.

—Voy a llamar al comisario.

Kuhn era un buen anfitrión; esperó que casi todos hubieran terminado de comer para dar la noticia: Rina Agri estaba muerta. Después de un profundo silencio, todo el mundo empezó a preguntar a la vez. Kuhn contestó; a medida que respondía, él perdía sus energías y también los demás; cada pregunta agotaba poco a poco el tema pero también la animación. Era un juego de preguntas y respuestas donde las preguntas no tenían sentido y las respuestas no existían. Pronto quedaron todos en silencio, mirando los platos vacíos, relucientes de grasa, bruscamente convertidos en objetos horrendos.

Guimar llegó como un personaje nuevo incluido en una comedia para animar un cuarto acto que agoniza. Dejó su impermeable sobre uno de los sillones. Miró hacia todos lados con reprensión; no hubo nadie que no sintiera algo de culpa por las molestias que causábamos al pacífico pueblo y a su pacífico comisario.

—¿Dónde está? —preguntó.

—En el 316. Lo acompaño —dijo Rauach.

Rauach y Guimar se perdieron en la escalera. Kuhn los siguió.

Durante unos diez minutos, los traductores hablamos de Rina Agri. Hablábamos todavía en presente, como si no se hubiera ido del todo, como si estuviera haciendo las valijas, y fuera una falta de tacto condenarla al pasado. Después de todo, había dos platos de más en la mesa, que nadie había tocado. Esperábamos la confirmación del comisario; la noticia de su exclusión definitiva. El mozo se adelantó al dictamen; después de sacar los platos usados, sacó también los otros, y dejó la mesa vacía.