7
Desperté con náuseas y las rodillas flojas. Puse las muñecas debajo del chorro de agua fría. El tatuaje del dolor de cabeza —las venas de las sienes— empezaba a desvanecerse. Decidí volver al mundo de los vivos.
En el hall me asaltó una chica de cabeza casi rapada. Sostenía, amenazante, una birome y un anotador con espiral.
—Trabajo para el diario El Día. Tengo que hacer el resumen de cada jornada. Anoté todo lo que usted dijo, pero tengo algunas lagunas.
Me mostró una página llena de frases sueltas y nombres propios mal escritos. Imaginé el resultado final, y un sudor frío me corrió por la espalda.
—No sé cómo se escriben los apellidos. ¿Puedo ir preguntándole uno por uno?
Nos sentamos en una mesa del bar. En pocos minutos terminé con los nombres; con un poco de vanidad, quise saber lo que había entendido. En el fondo no estaba tan mal. Redondeé dos o tres frases y le pregunté qué quería tomar. Pidió un jugo de naranja.
Miré por la ventana la costanera desierta; una mujer empujaba un carrito de bebé por el boulevard.
—Vida tranquila —dije. Los momentos de silencio siempre me llevan a caer en la tentación del lugar común.
—Es lo que piensan todos los que vienen de afuera. Dan una mirada, ven el mar, las gaviotas y los elefantes marinos. Pero adentro de las casas, ¿qué saben? Tenemos el récord de suicidios y psicosis. Dicen que es por el síndrome de los cuadros sin colgar.
—¿Qué tienen que ver los cuadros?
—La gente llega y se va. Buscan oportunidades cada año en un sitio distinto. El puerto despierta y se duerme cada dos o tres años. Los que llegan no cuelgan nada en las paredes porque siempre están por irse.
Le pregunté cómo se llamaba: Ximena. Estuve a punto de decirle que las chicas de veintipico siempre se llaman Roxana, Yanina, Ximena. Nombres con equis y con y griega, para aprovechar el abecedario hasta el final.
Las ventanas se sacudieron. Los árboles —unos alerces con poco follaje— crecían torcidos, las copas inclinadas hacia el nordeste.
—Otros le echan la culpa al viento. Zumba y zumba y uno termina oyendo palabras. El director del museo decía que las ráfagas le trasmitían mensajes en morse. Las grababa y después se encerraba en el piso de arriba del museo a descifrarlas —terminó su jugo de naranja de un largo trago—. ¿Cómo se llama el que lo interrumpía? Tengo que hablar con él.
Se fue en busca de Valner. Me dio cierta nostalgia que se levantara de la mesa. Un día en medio de un viaje es como una vida en miniatura: encuentros, abandonos, despedidas. En la vida real, uno tarda años en hacerse amigo de alguien; en los viajes basta una conversación de unos pocos minutos.
Cuando estaba por dejar la mesa, apareció Ana. Vestía una gigantesca campera verde. Pensé con celos que la había heredado de algún hombre.
—¿Te acordás de esta campera? Espero que no la reclames.
Se sentó y pidió un café.
—Estabas nervioso cuando hablabas frente al público.
—¿Se notaba?
—Jugabas con tu alianza.
Esperé algún elogio que no llegó. No importaba: ya me vengaría cuando ella hablase.
—Vamos a caminar —dijo Ana—. Antes que se aparezca Kuhn con alguna actividad social o deportiva.
Fui a buscar mi montgomery de corderoy, que había pertenecido a mi padre y que tenía más de treinta años. Hacía tiempo que necesitaba una campera nueva, pero no me decidía. Soy muy poco afecto a los cambios; cuando me regalan camisas nuevas permanecen durante meses en el ropero, con sus alfileres clavados.
Caminamos por la costa, con el viento en contra. Ana se negaba a pisar las algas.
—Nunca me gustaron. Cuando me metía en el mar y me tocaban me daban asco. Parecen telarañas.
Le recordé que una vez, cuando nadábamos juntos, la rozaron los filamentos de un agua viva.
—Me curaste frotándome la pierna con una planta. ¿Cómo se llamaba?
—Inventé un nombre cualquiera. Me pedías que hiciera algo e hice lo primero que se me ocurrió, para tranquilizarte.
—Me engañaste y me vengo a enterar tantos años después.
Le pregunté qué había hecho en los últimos años. Me respondió con la calidez de un currículum: universidades, becas, publicaciones…
Pasé el brazo sobre sus hombros. Si no hubiera llevado aquella campera tan gruesa, que la separaba del mundo, hubiera sido un gesto de intimidad.
—Qué cansancio —le dije—. Tantos viajes, casas nuevas, amigos nuevos…
—¿Qué tiene de malo?
—Por eso nos separamos.
—¿Por eso?
—Alguien se fue y alguien se quedó. En el medio, el mar.
—Ni siquiera me gusta viajar. Tengo miedo a los aviones. Odio los lugares nuevos. Pero me despierto con la sensación de que algo está pasando en otra parte, y tengo que ir, y después a otra, y a otra.
La explicación me llegaba con diez años de atraso. No importaba; tampoco en su momento me hubiera servido de consuelo.
Delante de nosotros había dos sombras. No había luz suficiente para verles las caras. El faro parecía echar oscuridad a su alrededor. Cuando nos acercamos, reconocí a un francés y a la traductora de un diario de Buenos Aires. Estaban a dos metros de un lobo marino muerto. No era el mismo que yo había visto: era más grande y estaba más lejos del hotel. Tenían caras de asco, pero no abandonaban su puesto de observación.
—Me dijeron que había una epidemia —dijo el francés, Schreber. Kuhn me había hablado de él; se ocupaba de programas de traducción técnica.
—Vi otro más allá.
—No parece un animal. Parece una roca. Una roca con inscripciones.
Miré la piel gris, marcada por líneas, grumos, manchas que parecían formar signos irregulares.
Ana se apretó contra mí con tanta fuerza que sólo nos separó medio metro de ropa. A Ana le asustaban las cosas muertas en la oscuridad, las algas, los hospitales y los aviones. Por eso evitaba todas esas cosas, excepto a los aviones.
A pesar del lobo marino que se pudría a mis pies, sentí hambre, quizás a causa del aire de mar, al que siempre se le ha atribuido, sin prueba alguna, la facultad de despertar el apetito.
Miré el reloj.
—Nueve menos cuarto. Pronto van a servir la cena.
—Hace frío. Volvamos al hotel —pidió Ana.
Schreber tiró una piedra al agua. Se la tragó la oscuridad antes que el mar. Nos alejamos del francés y de la mujer.
El faro estaba apagado, no había luces en el camino, no había autos; el hotel, iluminado, parecía el único sitio habitado.
Antes de que llegáramos al hotel detuve a Ana tomándola del brazo, acerqué mi cara y la besé. Aceptó el beso, pero después dijo:
—Eso no es nada. Es una postal que uno le manda a alguien que está lejos y que va a seguir estando lejos.
Ahora no es ahora, pensé: ahora es diez años atrás. Hay una máquina del tiempo hecha con arena, algas muertas, ráfagas de viento. Aún faltan cinco años para que conozca a Elena, entre los libros apilados de una editorial. Ahora es diez años atrás, y me toca perder a Ana.
Ella me guiaba hacia el hotel, porque yo no miraba a ninguna parte. La máquina del tiempo había iniciado su lento regreso: pronto estaría en el presente, ese sitio donde los demás no saben nada de uno.