29
Empezaba a oscurecer. Caminamos por una calle desierta.
—Usted me contó su historia. Ahora me toca a mí.
Dije que estaba cansado, que quería volver al hotel.
—Diez minutos, nada más. Necesito un testigo, ya le dije.
Llegamos hasta el frente del museo municipal. Guimar golpeó la puerta. Como no abrieron, insistió hasta que asomó la cara de un hombre de pelo gris. Me pareció que era un viejo; me di cuenta después de que era apenas mayor que yo.
—Comisario…
—Queremos pasar.
—¿Quién es él?
—Lo traigo en calidad de testigo.
—¿Testigo de qué?
—De que si no abrís la puerta la voy a tirar.
El hombre sacó la cadena.
—Lugo es el cuidador del museo, aunque no hay mucho que cuidar.
El hombre encendió las luces. Sobre nuestra cabeza colgaba un maxilar de ballena. En las vitrinas había pájaros embalsamados, vasijas, instrumentos marinos, huesos de animales. Vi en la pared una foto del faro, de medio siglo atrás.
—Tengo sueño, comisario —dijo Lugo.
—Te creo. Mucha vida nocturna.
—Me levanto temprano.
—Antes del amanecer.
El comisario miró todos los rincones de las dos salas y después se encaminó hacia un pasillo. El otro se le cruzó en el camino.
—¿Qué busca?
El comisario lo apartó con fuerza y continuó hacia el fondo. El otro no lo siguió. Guimar abrió una puerta, después otra, y entró en la última.
—¿Usted quién es? —me preguntó.
—Un traductor —respondí.
El comisario volvió con una maza de mango de madera, envuelta en una lona sucia. Lugo miraba la escena ajeno, como si el asunto no le incumbiera.
—¿Con esto mataste a los animales?
—Hace tiempo dejé de cazar.
Guimar blandió la maza sobre la cabeza de Lugo. La dejó suspendida, simulando que le costaba sostenerla. El guardián del museo se pegó contra la pared.
—Cuando me di cuenta de que eras vos, pensé: Lugo se volvió loco. Sale a matar lobos marinos a la noche. Pero después oí a los bomberos hablar de epidemia, y todos en el pueblo empezaron a hablar de epidemia, como si se hubieran recibido de biólogos marinos. Una rara epidemia la que deja los cráneos destrozados. ¿Cuánto te pagaron?
—Doscientos —dijo el hombre. Estaba orgulloso de la cifra.
—¿Trigo y Diels? ¿Nuestros dos bomberos? ¿Y para qué?
—No me dijeron para qué. Me pagaron, nada más. Con dos es suficiente, me dijeron, tres es mejor.
—Te esmeraste y ni siquiera sabés por qué.
—No me interesa. El trabajo terminó. Le juro que terminó.
—No entiendo a los hombres sin curiosidad —el comisario levantó la maza—. Me llevo el arma del crimen y no quiero verte cerca de la playa. Pensándolo bien, no quiero verte en ninguna parte. ¿Hay noticias de que vayan a reabrir el museo?
Lugo negó con la cabeza.
—El director dice que no hay fondos. Primero hay que arreglar los techos y los caños rotos…
El comisario le dio la espalda.
—Otro día hacemos una visita guiada, traductor.
Aliviado, fui hacia la puerta. Lugo cerró rápido, antes de que el comisario tuviera tiempo de arrepentirse.
Empecé a caminar hacia la costa. Temía que el comisario tuviera otros planes, que su itinerario no hubiera terminado. Pero me siguió sin proponer desvíos.
—¿No lo va a arrestar?
—No, es un pobre infeliz.
—¿Para qué les sirve a los bomberos que mate animales?
—Donde termina Esfinge, hay un par de calles que son territorio liberado. Garitos donde se juega a la ruleta y a las cartas y ranchos donde tres o cuatro mujeres entradas en años reciben a camioneros y a obreros del puerto. Hace diez días, uno murió en una pelea o en un ajuste de cuentas; el dueño de uno de los tugurios, borracho, tiró el cuerpo al agua cerca de la costa. Cuando se emborrachan, olvidan que no hay que tirar cuerpos cerca de la costa: vuelven. Este hombre les pidió a los bomberos que se encargaran del asunto. Cuando el muerto volvió, los bomberos se llevaron el bulto envuelto en una lona y lo enterraron lejos. Antes, mientras esperaban el regreso, inventaron lo de la epidemia para distraer: así ya no importaba que los vieran. Lo hicieron hace cinco años, antes de que yo llegara, y les salió bien. Probaron de nuevo.
Hacía frío, y de la boca de Guimar salía vapor. Llegamos hasta el camino que bordea la costa.
—¿Cree que ya terminó? —me preguntó.
—¿Los lobos marinos?
—Los suicidas.
—Sí. No hay nadie más que conozca la lengua, salvo Zúñiga, y está aislado.
Guimar me tendió la mano. La despedida me alivió.
—Mañana se van. El juez ya lo autorizó. Al juez no le importa nada lo que pasa acá, en Esfinge. Lo único que quiere es ahorrarse la molestia del viaje.
El comisario se alejó. Oí su voz mientras caminaba, no sé si cantaba o si hablaba solo.