25

—Voy a devolver los papeles —dije—. Menos éste. Y el grabador.

Guardé la carta en el bolsillo.

—Mejor si voy solo esta vez.

—¿Estás seguro?

—Esperame acá.

Caminaba tratando de no hacer ruido, pero mi imaginación amplificaba el ruido de mis pasos. Me entretuve imaginando posibles explicaciones por si alguien me encontraba abriendo la puerta de la habitación.

Abrí silenciosamente la puerta del cuarto 316. Antes de que tanteara el interruptor, la luz del velador se encendió. Di un grito apagado.

Era Naum. Tenía un pulóver puesto del revés, como si se hubiera vestido en la oscuridad. Nos miramos sin decir nada. Habíamos sido amigos. Nos conocíamos bien. Si nos odiábamos, nadie podía decir que se tratara de un malentendido.

—¿Qué buscabas? —preguntó.

Actuaba con autoridad, como el dueño de casa.

—Un nombre, y encontré el tuyo.

Abrí la valija que había sobre la cama y dejé los papeles adentro. Naum los sacó y los hojeó. Una vez inspeccionados, los puso en el mismo lugar.

—¿Ana sabe algo?

Me encogí de hombros.

—Ana compra y tira cosas todo el tiempo —dijo Naum. Se sentó en la cama echando el cuerpo hacia atrás. Cerró los ojos un segundo y pensé que se había quedado dormido—. Las mudanzas la acostumbraron a no conservar casi nada. Pero tiene una caja de zapatos con las cosas que no se resigna a tirar. En esa caja hay una foto tuya. Estás escribiendo a máquina; atrás hay una ventana.

Recordaba la foto. Odié a Naum porque me conocía bien, porque sabía que yo investigaba menos para develar un enigma reciente, que para cancelar una vieja deuda. Quería que yo creyera que había sido único e insustituible a los ojos de Ana. Naum sabía como sobornarme. Pero mi capacidad de fe se había gastado con los años, y una foto en una caja de zapatos no alcanzaba para comprarme.

—¿Para qué entraste? ¿Qué buscabas?

—No quiero que nadie sepa que conocía a esa gente. Si piensan que se trata de una secta, y que hubo un pacto suicida pueden demorarnos aquí durante meses con trámites idiotas.

—A mí no me van a demorar. No es mi nombre el que aparece en el papel.

—¿Qué papel?

—Una carta.

—¿Cómo es esa carta?

—Dice: empiecen sin mí, que a lo mejor llego más tarde.

—¿Y qué tiene eso de comprometedor?

—Era mentira que no hubiera plazas en los vuelos de Buenos Aires. Estoy seguro de que viajaste en un avión con la mitad de los asientos vacíos.

Naum se recostó en la cama. Parecía dispuesto a quedarse en el cuarto todo el resto de la noche, como si la gerencia del hotel le hubiera asignado sorpresivamente esa habitación.

—Voy a cerrar la puerta con llave cuando me vaya —dije.

Se levantó.

—El silencio, a cambio de la verdad —dijo.

No respondí. Cerré la puerta y me alejé por el pasillo para devolver la llave.

Cuando volví a mi habitación, Ana no estaba.