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Releo lo que acabo de escribir y descubro algunas innecesarias mayúsculas; es una revancha por todas las veces que escriben mi apellido —De Blast— con minúscula. En el libro del hotel leí «de Vlast» mientras buscaba a Ana Despina entre los nombres escritos con letra ilegible. Antes de que lo encontrara apareció el conserje y me sacó el libro de las manos. Tuve que preguntarle; con aire de suficiencia demoró la respuesta y al final informó: cuarto 207.

Durante un instante pensé en preguntar si había venido sola, pero hubiera sido humillante. Llamé desde la cabina del hall. Estábamos a dos pisos de distancia; se oía como si estuviéramos del otro lado del mundo.

—¿Ana?

—¿Quién es?

—Miguel.

Cuando pasan cinco años hay que agregar el apellido; cuando pasan diez, algún recuerdo común, o señas particulares. Todavía no se habían cumplido los diez años.

—Vení —dijo, como si nos hubiéramos despedido la noche anterior.

Subí a los saltos la escalera y llegué jadeando. Me esperaba con la puerta abierta, un vestido amarillo y el pelo mojado.

La abracé. Hay una sensación llamada déjà vu; hay otra, menos frecuente o más escondida, que llaman jamáis vu: sentir que algo cotidiano es nuevo, que nunca antes se ha conocido esa experiencia. Las dos se entremezclaron en ese instante.

Me tomó la mano izquierda.

—Estás casado.

—Desde hace cinco años.

—¿Alguien que conozca?

—No. Se llama Elena.

—¿Dónde la conociste?

—En una editorial. Le habían encargado la misión de llamarme todos los días para reclamarme por una traducción que tenía que entregar. Me despertaba a las nueve con un llamado de ella. En la editorial creían en mí, pero Elena, que era nueva, sospechaba que la traducción no existía, que yo estaba mintiendo y no había escrito una sola línea. Eso creó una tensión entre nosotros que terminó en matrimonio.

Ana me contó que había estado casada con un ingeniero canadiense, que había cambiado seis veces de país en los últimos años, que estaba buscando algún lugar para quedarse, pero no sabía dónde.

—A veces camino por la calle de una ciudad cualquiera, y me imagino que veo una ventana, y a través de la ventana un cuarto, y algo me dice: ése es el lugar. No tiene nada de especial, pero me hace una señal a lo lejos.

Había vaciado la valija sobre la cama para ordenar la ropa en los estantes del ropero. Ni siquiera Ana podía escapar de la compulsión femenina de dar a un cuarto de hotel la apariencia de un hogar.

—No sabía que venías —dijo—. Hasta estuve a punto de cancelar el viaje. A lo largo del tiempo, tuve noticias indirectas de casi todo el mundo. Menos de vos. Sos el hombre invisible.

Me preguntó qué había hecho en los últimos años. Enumeré mudanzas, trabajos, algún pormenor de mi matrimonio. Pero no aparecía entre nosotros la verdadera conversación, la complicidad de los que se conocen bien desde hace años, ni la otra complicidad, la tranquilidad de ser desconocidos. Juntábamos palabras con una incomodidad creciente. Tenía muchas cosas para decirle y no dije ninguna. Ana entró al baño y enchufó el secador de pelo. Me dijo algo; el ruido borraba sus palabras y las mías, y nos salvaba de esa conversación imprudente.

—Te espero abajo —grité, y ella dijo que sí con la cabeza. Apenas salí de la habitación, apagó el secador.

En el bar me senté a la mesa de dos traductores uruguayos. Al más viejo, Vázquez, lo había cruzado en alguna editorial, al otro, joven y vestido con una formalidad innecesaria, no lo conocía. Vázquez había traducido novelas policiales para las colecciones Rastros y Cobalto. El otro lo escuchaba con esa veneración que despiertan quienes saben resumir el pasado, siempre desprolijo, en un puñado de límpidas anécdotas.

—Le estaba contando al colega que una vez se me perdió el original de una novelita de gángsters, Una lagartija en la noche. La dejé olvidada en un banco del hipódromo. ¿Me creerían si les dijera que nunca iba a jugar, sino a mirar a los caballos? —El joven, Islas, sonrió—. Lo llamo al editor, me dice que no tiene otra copia, y que en dos días necesita la traducción. «¿Qué dibujo lleva la tapa?», pregunto. «Un enmascarado le clava un puñal a una pelirroja. La empuñadura tiene forma de lagartija». «¿Dice la contratapa dónde transcurre la acción?» «En Nueva York». Pasé toda la noche traduciendo el original perdido. No estuvo mal la lagartija; tuvo tres ediciones.

Contó varias anécdotas más —trabajos para editoriales clandestinas, estafas en la compra de derechos de escritores extranjeros, erratas del traductor consideradas luego como genialidades del autor— pero yo, si bien asentía y sonreía de vez en cuando, no podía prestarle atención. Cuando uno está pendiente de una mujer, descuida el resto del mundo.

—¿Qué pasa, De Blast, que mirás preocupado? Venimos a descansar, no a sufrir.

—Dolor de cabeza —mentí.

—Es la neurosis del traductor. El noventa por ciento de los traductores sufrimos jaqueca —se dirigió al otro—. De Blast es traductor de ruso. Y de francés también, pero eso no es ningún mérito: hay traductores de francés a patadas.

—¿Y cómo se le ocurrió aprender ruso? —preguntó Islas.

Vázquez simuló hablarle en secreto.

—Cuando tenía quince años empezó a soñar con páginas de libros escritos en una lengua desconocida. Después descubrió que eran caracteres cirílicos y se puso a estudiar ruso. Pero no pudo saber qué decían, porque dejó de soñar.

Islas sonrió incómodo, sin saber si creer o no.

—De Blast es un traductor serio, vive encerrado en su casa, con la computadora encendida. No es como yo, que traduzco en bares, frente a un Gancia con ingredientes. Antes llevaba la máquina de escribir a un bar que había cerca de mi casa, en el centro, y me instalaba en una mesa por horas. El dueño se quejaba por el ruido, pero no se animaba a echarme, porque ya era una curiosidad local, una especie de número vivo. Un día me di cuenta de que la gente a mi alrededor actuaba de un modo extraño, como extras tratando de robar cámara. El dueño me confesó que les había dicho a sus clientes que yo era un novelista y que escribía todo lo que pasaba a mi alrededor. Y ellos se esforzaban por darme detalles, y por hablar con riqueza de vocabulario, como hablan los personajes de los malos escritores.

Kuhn se me acercó y me llamó aparte.

—Tenés que salvarme. Naum tuvo un problema con el vuelo y llega mañana. No tengo a nadie que hable hoy.

—¿Y Valner?

—Está encerrado en una comisión. Además no quiero abrir el congreso con él.

—No estoy preparado, siempre dejo todo para último momento. ¿Y los demás?

—Apenas los conozco. Nosotros, en cambio, somos amigos. A vos puedo pedirte el favor.

La cara de Kuhn, allá en las alturas, me movió a la piedad. Acepté, irresponsable. Fui hasta mi habitación a buscar el cuaderno escolar donde había hecho algunas anotaciones que ahora me parecían incomprensibles. Había nombres, palabras escritas por la mitad, dibujos. Sabía que en el momento de hablar, aquello recuperaría parte de su significado; el miedo, cuando no nos enmudece del todo, es buen apuntador.