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Había conocido a Naum quince años atrás, en una editorial que alguna vez había sido importante, y que en ese entonces vivía de los restos de su antiguo prestigio. Estaba en el centro, cerca de Tribunales; Naum y yo trabajábamos en una misma oficina de paredes descascaradas junto a una ventana que daba a un pozo de luz.

Redactábamos fascículos para enciclopedias y libros por encargo sobre jardinería, la cría del ovejero alemán, consejos para decorar el hogar o para conservar el entusiasmo en la vida sexual. La línea editorial del señor Monza, nuestro patrón, era la falta de escrúpulos.

Con dos o tres libros extranjeros, precursores del manual de autoayuda, construíamos un nuevo libro que firmábamos con algún seudónimo autóctono.

A modo de premio por nuestra velocidad en el trabajo y moderación en pedir aumentos de sueldo, el señor Monza le publicó a Naum un pequeño ensayo y a mí un libro de cuentos titulado Los nombres de la noche. Las setenta páginas de Naum tenían como tema la teoría de los acrósticos que Ferdinand de Saussure había esbozado en los últimos años de su vida. Más tarde Naum se arrepintió de este libro y lo borró de la lista de sus publicaciones.

En el sótano de un bar que había elegido Naum presenté en sociedad el libro Las iniciales de Saussure —que no entendí—. En otro bar, ruidoso e impersonal, Naum presentó Los nombres de la noche —que no leyó.

Casi desde el principio se había instalado entre nosotros una rivalidad invisible, una música que sonaba lejos y que nadie más oía, pero de la que los dos éramos conscientes. Prefiero creer que era él quien la alimentaba; yo —menos ambicioso, menos capaz— le respondía distraído.

A través de mí conoció a Ana. Y sé que en el extranjero —donde van los que ganan becas, los que huyen, los que se arriesgan a estar solos en una ciudad desconocida para poder echarle la culpa a la ciudad desconocida de la espesa soledad que los rodea— conquistó a Ana.

Nuestra rivalidad necesitaba eso —una mujer— para ser perfecta. El romance duró apenas dos meses. No me importó. Sentimos necesidad de odiar a alguien que conocemos, pero no encontramos motivo; el correr de los años trae un pretexto cualquiera, que ascendemos a causa y origen del viejo odio, del odio que estuvo siempre, desde el principio.

Pero hasta ese momento, cuántas cosas le debía a esa rivalidad. Nuestra batalla era un incentivo para abrirse camino por el mundo. Cuando vi a Ana por primera vez, pensé en la cara de Naum si me aparecía con ella. Él, por ese entonces, estaba de novio con una estudiante de sociología inteligente pero insoportable y fea. La envidia de Naum era un tesoro para mí.

A los veinticinco años la rivalidad es un entrenamiento para el porvenir; a los cuarenta, resentimiento, obsesión e insomnio. Por eso nos tratábamos con fórmulas amables, y simulábamos no haber competido nunca: casi no se oía el rumor que llegaba desde lejos. Además, y no sé si lo he dicho con claridad, yo no tenía ninguna oportunidad en ningún campo frente a Naum, acostumbrado a ganar, aburrido de ganar.

Cuando subió al escenario del salón República no quedaban extraños entre nosotros. Los habitantes de Puerto Esfinge se habían acostumbrado a la idea de que la muerte de Valner había sido un accidente y ya se había agotado su interés en el congreso.

Naum se quedó en silencio mientras leía una hoja de papel. Parecía haber olvidado que estaba a punto de dar una conferencia. Kuhn, nervioso, creyó que Naum esperaba que lo presentase, aunque Naum le había pedido antes que no dijera nada. Subió al escenario y repasó, con cierta torpeza, el currículum de Naum. A pesar de los elogios —que deben ser interrumpidos, según el ceremonial, por sonrisas de falsa modestia o abierta incomodidad— Naum siguió leyendo la hoja de papel sin levantar la vista, ni siquiera cuando Kuhn terminó, y se oyeron los aplausos, y transcurrió otro minuto de silencio.

Durante un momento pensé que la conferencia de Naum consistía en esa ansiedad, los carraspeos, los movimientos en las sillas, como el concierto, según me habían contado, de algún compositor de vanguardia. Terminado el primer movimiento, Naum comenzó a hablar.

Después de haber repasado tantas veces la hoja, la apartó con desagrado, como si hubiera leído, en el papel escrito por él, el mensaje insultante de un redactor anónimo. El silencio —comenzó a decir— es igual en todos los idiomas; pero ésta es una verdad aparente. Quienes buscaron, a través de los siglos, las reglas de un idioma universal, creyeron que el silencio era la piedra basal del nuevo sistema, del sistema absoluto, pero basta internarse en esa ciudad de contornos imprecisos que es toda lengua para descubrir que los silencios tienen distinto significado, y que a veces se cargan de un sentido insoportable, y a veces no son nada. Los muertos no callan de la misma manera que los vivos.

Pronto fue evidente que encadenaba pensamientos sin un orden preciso; pensaba en voz alta. Si preparo demasiado lo que voy a exponer —me había dicho quince años atrás, cuando daba sus primeras clases en la facultad— las palabras salen muertas. Lo que Naum dijo esa noche en el congreso no era en realidad una conferencia sobre el silencio, sino que guardaba silencio a través de una conferencia. Su verdadero pensamiento —me daría cuenta después— estaba guardado bajo llave. Toda su charla —esa serie de palabras a la deriva, sin centro, que retrocedían cuando estaban a punto de definir un concepto— era un largo mensaje en clave. En nada se parecía el Naum que escribía al que hablaba. Lo que en uno era precisión, en el otro era el temor a quedar encadenado a una idea. El orador era el fantasma del escritor.

Habló del silencio de Bartleby, y del «preferiría no hacerlo» que era su rúbrica. Habló de los lenguajes por señas de los sordos, que no tienen notación gráfica y que se construyen en el espacio; habló de la lengua técnica de ciertos calígrafos chinos, a la que no correspondía ninguna forma oral. Habló de las sirenas que tentaban a Ulises con un arma más poderosa que su canto. Habló del Liber Motus, un tratado de alquimia firmado por un tal Altus, que constaba de quince láminas sin texto; en sus complicadas imágenes estaba cifrado el conocimiento de los arcanos. Habló de tribus perdidas en las selvas de las enciclopedias, que pensaban que había que hablar poco, porque las palabras gastaban el mundo. Habló de los que volvieron mudos de la guerra, hombres de distintas naciones, que habían decidido lo mismo, como si se tratara de una conspiración, no decir nada, no admitir que lo que habían vivido podía ser contado. Habló del oído humano, que no soporta el silencio, y que cuando no tiene nada para alimentarse, comienza a generar su propio zumbido. Habló de ciertos chamanes que pasan años sin hablar, hasta que encuentran un día la palabra verdadera, que nadie entiende. Habló de los que morían con un secreto.

El verdadero problema para un traductor —dijo al final— no es la distancia entre los idiomas o los mundos, no es la jerga ni la indefinición ni la música; el verdadero problema es el silencio de una lengua —y no me molestaré en atacar a los imbéciles que creen que un texto es más valioso cuanto más frágil y menos traducible, a los que creen que los libros son objetos de cristal—, porque todo lo demás puede ser traducido, pero no el modo en que una obra calla; de eso —dijo—, no hay traducción posible.

Naum terminó de hablar y salió de la sala bruscamente sin esperar preguntas. Sobre el escritorio había quedado la hoja que había seguido con tanta atención para después desechar. Me acerqué a leer lo que había escrito. Estaba en blanco, excepto algunos puntos de tinta verde que formaban una constelación indescifrable.