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Tengo sobre mi escritorio un faro de cerámica. Me sirve como pisapapeles, pero es sobre todo una molestia. En el pie se lee Recuerdo de Puerto Esfinge. La superficie del faro está cubierta de estrías, porque ayer, al acomodar los originales de una traducción, el faro se cayó del escritorio. Con paciencia, uní los pedazos: quien haya intentado rearmar un jarrón roto, sabe que, por minucioso que sea su empeño, hay fragmentos que nunca aparecen.

Viajé a Puerto Esfinge hace cinco años, invitado a un congreso sobre traducción. Cuando llegó a mi casa el sobre con el membrete de la universidad, pensé que se trataba de algún papel atrasado. Continuamos recibiendo por años información de asociaciones o clubes a los que ya no pertenecemos, suscripciones de revistas canceladas, saludos de veterinarios dirigidos a un gato que se perdió un siglo atrás. Aunque uno se mude, la correspondencia atrasada lo alcanza; formamos parte de inmutables listas de correo, que no aceptan cambios de interés, de vivienda o de costumbres.

La carta de la universidad no era, sin embargo, correspondencia atrasada; me escribía Julio Kuhn para invitarme al congreso. Kuhn era director del Departamento de Lingüística de la Facultad. Habíamos estudiado juntos, pero yo había abandonado la carrera poco antes de recibirme. Sabía que Kuhn conseguía financiamiento de empresas privadas para su departamento a cambio de algunos servicios técnicos. En la carta explicaba que había pensado reunir en Puerto Esfinge durante cinco días a un grupo de gente variado, como para que no se convirtiera ni en una reunión de lingüistas ni de traductores profesionales. Me había elegido a mí como traductor de textos científicos.

Hacía mucho tiempo que no me cruzaba con ninguno de mis colegas. Estábamos dispersos, y de alguna manera ninguno de nosotros consideraba la traducción como un oficio definitivo, sino más bien como un desvío a partir de otras ocupaciones. Algunos habían querido ser escritores, y habían llegado a la traducción; otros enseñaban en la universidad, y habían llegado a la traducción. Sin darme cuenta, yo también había tomado ese desvío.

Mi trabajo no facilitaba, tampoco, la comunicación con mis colegas, porque pasaba por las editoriales sólo para retirar los originales. Me cruzaba con secretarias, con directores de colección, nunca con otros traductores. Recibíamos noticias unos de otros, pero eran noticias indirectas y en su mayor parte, de meses atrás. Cuatro años antes dos traductores que trabajaban juntos en una enciclopedia habían intentado reunirnos en una especie de colegio u organización gremial, pero no habían juntado más que a un puñado. Cuando esos pocos se reunieron, una noche, frente a un programa de discusión demasiado amplio, todos se pelearon con todos, y los traductores volvieron a dispersarse.

En la carta Julio Kuhn mencionaba a los otros invitados. A unos pocos los conocía personalmente, a otros sólo de nombre. Había varios extranjeros. En la última línea estaba el nombre de Ana Despina. No había confirmado aún su participación, pero decidí confirmar la mía.

Los objetos que llevan inscripciones tales como Recuerdo de… rara vez son recuerdo de algo; el faro, en cambio, todavía me sigue enviando señales de advertencia.