2

Mi mujer, Elena, recibió con disimulada alegría la noticia de mi viaje. Durante unos días se vería libre de mis dolores de cabeza, mis monosílabos, mis paseos nocturnos por la casa. Las jaquecas, que sufría desde los quince años, se habían acentuado en los últimos meses. Los estudios no habían servido de nada; me habían recetado medicamentos que habían acabado con mi estómago pero no con el dolor. Estas jaquecas habían sido atribuidas sucesivamente a mi columna, a factores genéticos, a problemas en la vista, a la alimentación, a mi trabajo, al stress, a la ciudad, al mundo. Preferí volver a las aspirinas.

Elena es seis años más joven que yo; como si necesitara borrar la diferencia, asume un aire de autoridad y me da siempre consejos que simulo estar dispuesto a cumplir. Elena necesita darme esos consejos, pero sabe que no es imprescindible que los cumpla; basta con que mantengamos, de tanto en tanto, un diálogo así, en el que ella ejerce la mayoría de edad, la sensatez y el orden, cualidades en las que tampoco cree.

—No te encierres en el hotel. No te preocupes por la conferencia —dijo Elena mientras supervisaba el equipaje. Agregó una camisa blanca con rayitas azules y un par de zapatos de gamuza. Sacó la fotocopia de una traducción que tenía que revisar—: No te lleves trabajo para hacer.

Siempre empiezo yo a hacer la valija o el bolso, pero ella, acusándome de olvidadizo, ocupa mi lugar y termina la tarea con energía. Al ver el bolso cerrado, se quedó pensativa.

—Hace mucho que no viajamos a ninguna parte —dijo.

Era mentira. En los últimos seis meses habíamos hecho tres viajes. No la contradije, ya que la verdad era tan evidente para ella como para mí. Quería decir otra cosa: que quedaba fuera de este viaje, que los otros no importaban, porque éste era ahora, y ningún viaje pasado puede compararse con uno que está a punto de ocurrir.

—Vas a cumplir años lejos de mí —dijo.

Me había olvidado.

—Son solamente cuatro días. Cuando vuelvo, llamamos a los amigos y me hacés una torta con velitas.

—¿Conocés a los otros invitados? —preguntó.

Le hablé de Julio Kuhn, el anfitrión; recordé las conversaciones interminables en los cafés que estaban enfrente de la facultad. Recordaba las cosas que decían los demás pero, por suerte, no había registrado nada de lo que yo mismo decía, como si hubiera estado siempre callado frente a interlocutores ansiosos. Le hablé también de Naum, con el que había trabajado en una editorial, cuando teníamos veinte años. Elena, que no lee nunca novelas, sino solamente ensayos, conocía bien a Naum y se interesó de inmediato al saber que él iba. Sentí un aguijonazo de envidia y celos; hacía tiempo que no pensaba en Naum, y me aturdió la sensación de no poder distanciarme, como si uno viera, al pasar por la calle, a un compañero de colegio, y quisiera golpearlo por alguna ofensa de tres décadas atrás.

Naum se llamaba Silvio Naum, y firmaba sus libros S. Naum, y yo lo había llamado siempre Naum a secas.

—¿Conocés a algunas de las mujeres que invitaron? —preguntó.

Miré la lista. Señalé un par de nombres. Le expliqué que apenas las conocía y que tenían muchos años.

Antes de irme a la cama preparé el dinero, el documento y los pasajes, porque no estoy acostumbrado a levantarme temprano y a la madrugada actúo como un zombi. Miramos en la televisión un fragmento indeterminado de una película —lejos del principio, que ya habíamos visto, y lejos del final, que también habíamos visto— y nos fuimos a la cama. Ninguno de los dos se durmió de inmediato; cada uno oía al otro moverse y girar en la danza silenciosa del insomnio. La cubrí con mi brazo y creo que se quedó dormida; yo no.