17

Una grúa dejó el Rambler verde en la puerta del hotel. Blanes firmó los papeles para recibir el auto y se sentó sobre el capot.

—¿Lo encontraron? —le preguntó a Kuhn.

—No está en el hotel.

—No me puedo ir sin él. Lo saqué bajo mi responsabilidad. ¿Quién era ese hombre, el que le habló? ¿Por qué lo perturbó a propósito? Lo debe haber mandado Naum.

Miguel había desaparecido a la salida de la conferencia, en medio de su crisis. Blanes se había quedado a responder algunas preguntas. Apenas se dio cuenta de su ausencia, se puso a dar instrucciones a todo aquel que se le cruzaba sobre la forma correcta de buscarlo; él comandaba la búsqueda sin moverse.

—Puede estar arriba —dije—. Hay muchos cuartos vacíos.

Un grupo buscaba a Miguel en la playa, otro en los alrededores del hotel.

Dejé a Kuhn en el segundo piso. En el tercero me crucé con Vázquez y le pedí que me ayudara.

—¿Dan premio, como en la búsqueda del tesoro? —me preguntó.

—No, pero si no lo encontramos, Blanes se queda a dar otra conferencia.

—Es un buen estímulo.

La mayoría de las puertas del cuarto piso estaban cerradas con llave. Había un sector que todavía no tenía cerradura; yo me asomé mientras Vázquez se adelantaba al quinto. Entré en habitaciones sin pintar; a algunas les faltaban las baldosas del piso o los artefactos del baño. Después de un rato, oí el grito de Vázquez.

—¡Lo encontré!

Corrí por el pasillo vacío y subí a los saltos la escalera. Llegué a un cuarto que servía de depósito y donde se acumulaban latas de comida, bolsas de nylon con toallas, cajas de cartón con alimentos. Vázquez estaba caído en un rincón y se había golpeado la cabeza contra una cortadora de césped. Lo ayudé a levantarse. En el centro de la habitación ardían cuatro velas.

—Me empujó y salió corriendo. Creo que se fue a la terraza.

Subimos por una escalera de cemento y llegamos a una terraza inmensa. Ahí estaba Miguel, de pie junto al borde, mirando hacia afuera. La terraza no tenía ninguna protección.

—Avísele a Blanes. Yo me quedo a vigilarlo.

Miguel sostenía una vela encendida. La cera se le derramaba por los dedos, pero parecía no darse cuenta. Movía lentamente la mano, haciendo señales destinadas a nadie.

—Miguel —dije—. Aléjese del borde.

No me oyó. No giró la cabeza. Siguió mirando un punto a lo lejos: el faro, las algas, o el mar.

Me acerqué un poco más, sin animarme a ir hasta él. Blanes tardaba en llegar; al final entró, jadeando pesadamente. Tuvo que esperar un par de minutos antes de poder hablar.

—¡Miguel! —gritó y esperó en vano una respuesta. Se acercó despacio hacia su paciente. Sólo cuando le puso una mano en el hombro el otro se dio cuenta de que estaba allí. Blanes lo tomó de un brazo y lo alejó del borde. Miguel aceptó con docilidad.

—¿Por qué te escapaste? ¿Adónde ibas a ir? —le preguntó.

Miguel no respondió.

La luz de la tarde se apagaba. Blanes le sacó la vela de la mano y le iluminó la cabeza. Sin decir nada, nos mostró las orejas de Miguel, rodeadas de cera derramada, enrojecidas por las quemaduras. Se había sellado los oídos.