23
Me lavé la cara. Puse las muñecas bajo el chorro de agua fría. El ruido del agua despertó a Ana. Me miró extrañada, como si no recordara cómo había llegado hasta allí.
Me puse los zapatos. Estaban húmedos. Até lentamente los cordones: quería hacer tiempo, como si me tocara dar un examen sobre un tema del que no sabía nada.
Ana miró el reloj: las cuatro menos veinte.
—¿Adónde vas a esta hora?
—Tengo que buscar algo —dije.
—No me vas a dejar sola. Voy con vos.
—Voy al cuarto 316.
En medio de la noche, en un cuarto cerrado, las ideas más absurdas suenan posibles y sensatas.
—Voy yo también.
—Voy al cuarto 316 —repetí. No sé si quería o no desalentarla.
Ana me siguió por las escaleras a través del hotel dormido. El hall estaba desierto. El sereno debía estar durmiendo en uno de los cuartos de la planta baja. En la mesa del escritorio había una revista de historietas, una de crucigramas y una lata de cerveza vacía. Abrí el cajón del escritorio y encontré tres grandes manojos de llaves, uno por cada piso. Tomé el del tercero.
Subimos por la escalera.
—¿Todavía está ahí? —preguntó Ana.
—No quisieron moverla hasta que llegara el forense. No viene hasta mañana.
—No quiero verla de nuevo.
—Yo entro al baño, vos buscá en la habitación.
—¿Qué vamos a buscar?
—Papeles, cartas, apuntes.
—Se van a dar cuenta de que faltan cosas.
—No te preocupes, después devolvemos todo.
Miré los números dorados escritos en la puerta. Entramos al cuarto, que olía a encierro.
—¿Hay gente en el cuarto de al lado? —me preguntó.
—No, vaciaron todo este sector. Los pasaron al otro pasillo.
Ana fue hacia la cama y empezó a buscar entre la ropa. Había una pequeña valija de cuero abierta donde se veía ropa y un anotador escrito a mano. En la mesa de luz había dos frascos de perfume y un frasco de crema de limpieza. De una silla colgaba un saco verde con un broche en la solapa con forma de escarabajo. Había también un libro abierto —una biografía de Marsilio Ficino, escrita por un inglés— y sobre el libro un par de anteojos de marco de carey.
A Ana le tocaba el trabajo fácil. Encendí la luz del baño.
La mujer estaba vestida con un camisón azul. El agua casi desbordaba la bañera. La cabeza, echada hacia atrás, dejaba ver el cuello blanco con una cadenita de oro y una medalla. El agua estaba completamente roja. Los brazos permanecían sumergidos, invisibles.
Recordé la conversación que habíamos tenido durante el viaje hacia el hotel. Se notaba que la mujer estaba orgullosa de su trabajo, y que tenía planes. En el aeropuerto había conseguido un mapa de la zona, y yo estaba seguro —aunque no pudiera defender racionalmente mi idea— de que nadie compra un mapa si sabe que va a morir.
Sobre el lavatorio había un cepillo de dientes azul y un tubo de dentífrico. Abrí el botiquín. Adentro había un vaso envuelto en nylon. Saqué la bolsita y me la puse como un guante. Me acerqué al cuerpo mientras trataba de pensar en otra cosa.
Rina Agri tenía la nuca apoyada en el borde de la bañera. La posición obligaba al cuerpo a abrir la boca en una mueca de cansancio. Levanté la lengua y busqué debajo. Alcancé la moneda, pequeña y plateada. Era la tercera.
Mi mano temblaba tanto que dejé caer la moneda en el agua roja. Llegué a ver la cara de algún prócer desconocido, pero nada más. Probablemente era una moneda extranjera.
Me dispuse a recuperarla, pero al tocar el líquido frío tuve conciencia de lo que estaba haciendo. Había leído, en algún autor del círculo de Kabliz, que eran frecuentes en los escaladores los ataques de pánico. Trepaban la montaña con decisión y energía, pero en algún momento, al anochecer, se detenían y miraban hacia abajo y ya no podían seguir, aplastados por el frío y la soledad de la montaña. Algunos emprendían una huida insensata y se mataban en la caída.
La oleada de miedo y asco me arrancó del baño. Me quité el guante improvisado y lo dejé caer al suelo. Habría salido corriendo a los gritos, si Ana no me hubiera agarrado del brazo. Antes de salir, acomodó la habitación. Después me guió por los pasillos del hotel hacia nuestro refugio.