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—¿Por qué habla a mis espaldas? ¿Cree que mis conferencias son un espectáculo de feria porque traigo a un paciente? Es fácil hablar de los ausentes, describir tratamientos exitosos aplicados a enfermos encerrados a mil kilómetros de distancia. El noventa por ciento de las historias clínicas que conozco son ciencia ficción. Psiquiatría ficción.

Naum miró a Blanes sin responder; no como si buscara una respuesta adecuada, sino como si le costara recordar quién era el otro. Después dijo, en voz baja:

—Leí sus primeros trabajos, doctor. Neurología y traducción estaba lleno de ideas audaces; era desprolijo pero inspirado. De aquella época conservó sólo la audacia; ¿dónde quedó la inspiración? Reemplazó la teoría por el espectáculo.

—¿Por qué la medicina no puede ser un espectáculo, en tanto sea un espectáculo digno?

—En ciencia, el concepto de espectáculo está contra el concepto de dignidad.

—La medicina tuvo siempre algo de teatro. Piense en las autopsias públicas que se practicaban en los teatros anatómicos ante un público que había pagado su entrada. Piense en las histéricas de Charcot. Hoy las únicas demostraciones públicas de curación las dejamos en manos de curanderos y santones. La medicina se ha convertido en una práctica escondida y anónima. Exhibimos nuestras máquinas en lugar de nuestro saber. ¿Pero por qué yo, un médico, tengo que soportar las críticas de un… —se detuvo a elegir la injuria— …lingüista?

—Vamos a la sala, doctor Blanes —interrumpió Kuhn—. Es hora de hablar.

Los traductores comenzaron a entrar al salón Príncipe, que hasta entonces no habíamos pisado. Naum me detuvo.

—Participé de demasiados congresos en mi vida. Ya tengo cubierta mi cuota de farsantes. Vamos, tomemos un café, hablemos de los viejos tiempos, digamos mentiras en vez de oírlas.

Pero yo preferí asistir a la charla de Blanes.

Miguel no se decidía a subir a la tarima, y el médico lo arrastró de un brazo. En su presentación, Kuhn usó su tacto: mencionó sus primeros libros, dijo, con justicia, que Blanes había sido uno de los primeros en el país en estudiar la relación entre las lesiones cerebrales y la capacidad de traducir, e ignoró los últimos escándalos, que incluían una suspensión de la Sociedad de Neurología. Miguel miraba la mesa, el vaso de agua, cada una de las caras, los listones de roble del piso, con la atención de un erudito ante un texto difícil.

—He visto toda clase de mentes destrozadas —empezó Blanes—. He visto hombres que perdieron la memoria, el olfato, la percepción de su cuerpo, la línea divisoria entre sueño y vigilia. En un hospital de Mar del Plata atendí a un hombre que decía escuchar la voz de su esposa muerta. Miré su oído, que se comportaba como si esa voz existiera. He visto a un joven de dieciocho años que trataba de caminar por una pared, porque creía que era el suelo. Una vieja profesora, en un asilo de las afueras de Montevideo, oía determinado sonido cada vez que veía el color rojo, tal otro sonido con el verde. Un marino italiano de noventa años se negaba a mirar las hojas caídas de los árboles, porque en cada una de ellas descubría la cara de un camarada muerto. He visto casos extraordinarios, pero ninguno como el de Miguel.

El paciente miraba cada cara, y cada rasgo en cada cara. Deletreaba, separaba en sílabas los rostros, las manos, los cuerpos sentados.

Miguel, explicó Blanes, había sido obrero de la construcción. Durante una manifestación, siete años atrás, una bala le había pegado en la cabeza y le había provocado lesiones en el hemisferio izquierdo. Estuvo dos meses en coma. Despertó con una afasia total, que se fue revirtiendo en los meses siguientes. Halagado por el relato, Miguel asentía a las palabras de Blanes; estaba acostumbrado a que la historia clínica fuera su única biografía posible.

—Al principio Miguel no podía reconocer su propio idioma; pero su recuperación fue más allá que su capacidad inicial; comenzó a traducir lenguas extranjeras que nunca había estudiado. Desde luego, esas traducciones eran imaginarias, pero él no podía evitar hacerlas. Es incapaz de decir: no comprendo. Miguel le encuentra sentido a todo, no tolera que haya un significado en las sombras. No hay en el mundo una sola palabra que a Miguel le suene extranjera.

Miguel, el traductor universal, hizo un ligero movimiento con la cabeza, confirmando las palabras del médico.

—Hace dos años —continuó Blanes— se publicó un tratado sobre el sinsentido: el autor contaba una leyenda medieval. Un viajero inglés caminaba por una playa cuando encontró en la costa, envuelto en algas, a un ahogado, pero a un ahogado vivo. El ahogado se arrancó de la cabeza una corona de corales, se apartó las algas de los ojos y le dijo: estoy prisionero de Poseidón. Yo viajaba en mi barco, el Arlevein, y un remolino me tragó junto con mis compañeros. Poseidón aceptó volverme a la vida sólo si averiguo qué significa la palabra Arlevein. «¿Y no sabe qué significa?», preguntó el viajero. No, respondió el ahogado: partimos en ese barco por encargo de mi rey, para aclarar el enigma; por eso mi barco se llamaba así. Si no me dices el significado, le dijo el ahogado al viajero, te arrastraré conmigo al fondo del mar. El viajero jamás había oído esa palabra, pero tenía que improvisar una respuesta para salvarse. Aquí detuve mi lectura y le pregunté a Miguel el significado de esa palabra. Y su respuesta coincidió con el libro.

—¿Y cuál era esa respuesta? —preguntó Kuhn.

—El viajero dijo que Arlevein significa la búsqueda interminable del significado de una palabra. No sabemos si era la verdad, pero esa respuesta, en la fábula, lo salvó. Pero ahora que hable Miguel.

Miguel enderezó la espalda y miró hacia el frente, preparándose para responder. El auditorio era escéptico, pero nadie había tenido tiempo de aburrirse todavía, y un conferencista como Blanes sabía que la falta de fe, al lado del aburrimiento, no era nada.

—Les pido que escriban en un papel una frase en cualquier idioma y me la acerquen —dijo Blanes—. Yo la voy a leer.

Hubo unos segundos de incomodidad. Kuhn, para evitar el vacío, garabateó una frase en una hoja cuadriculada. Blanes leyó:

Nel mezzo del cammin di nostra vita

Mi ritrovai per una selva oscura

Che la diritta via era smarrita.

No hubo sorpresas, no hacía falta hablar italiano para comprender los versos. Miguel dio una traducción aproximada, inventándole algún significado, que no recuerdo, a smarrita. Blanes se dio cuenta de que la tensión había caído. Pidió frases en francés, alemán, japonés… Enseguida llegó otro papel:

Objects in mirror are closer than they appear.

Miguel tradujo sin vacilar:

—Al mirar los objetos se cierran en su aparición.

Vázquez recitó con histrionismo un poema de Baudelaire, creo que era «La gigante»; Blanes pidió el texto por escrito. Miguel reemplazó cada verso por otro de su invención; de tanto en tanto acertaba con la palabra correcta, pero el acierto era menos interesante que el universo verbal paralelo que construía con las lenguas ajenas. Su negativa a no entender dejaba un gusto amargo, a sinsentido, porque entender todo era exactamente lo mismo que no entender nada. Por no permitirse ese vacío, Miguel dejaba que una especie de suprema indiferencia se lo tragara; nunca podría comprender nada hasta que aprendiera a no comprender.

Durante diez minutos el público se entusiasmó con el juego, pero luego empezaron las primeras señales de aburrimiento: el murmullo, el bostezo, la deserción.

—¿Nadie más quiere una traducción de Miguel? Todavía no hemos oído ninguna frase en alemán, en flamenco, en catalán…

Mudos, incómodos, aguardábamos que Blanes interpretara aquel silencio como una señal para dar por terminado el espectáculo y comenzar con su conferencia: habíamos visto los hechos, ya era hora de las conclusiones. Alguien se puso de pie, en el fondo. No giré la cabeza, pero oí la larga frase incomprensible.

—Tiene que escribirla —dijo Blanes.

Zúñiga repitió la frase.

—No significa nada, pero igual Miguel puede traducirlo. ¿Qué es lo que el señor acaba de decir?

Miguel negaba con la cabeza. Había terror en esos ojos que no querían mirar a ninguna parte. Miguel entendía, pero esta vez no quería traducir.

—¿Qué pasa? ¿Qué fue lo que dijo?

Miguel empezó a golpear con fuerza el piso con sus pies, pero no de un modo completamente irracional, sino con método, como si la calculada furia de sus golpes trasmitiera algún mensaje a un lugar lejano. Tenía el mentón pegado al pecho, los ojos clavados en el piso, las manos en los oídos. Blanes trataba de hacerlo abandonar aquella posición, pero el paciente se había cerrado en sí mismo.

—Se terminó la conferencia —dijo Kuhn.

Busqué a Zúñiga entre los que se apuraban por salir, pero ya se había ido. Como el viajero de la leyenda, yo había oído al ahogado pronunciar la palabra desconocida, pero no podía adivinar el significado.