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Kuhn estaba muy solicitado a la mañana; todo el mundo quería saber cuándo nos dejarían salir. Las demandas de los invitados lo arrancaban de su tristeza por la suerte del congreso y lo devolvían a su rol organizador, aunque se tratara ahora de organizar el fin. Kuhn anunciaba que estaba haciendo tratativas para que el juez autorizara, en primer término, la partida de los extranjeros; hablaba de tal modo, que uno creía que enviaba emisarios con mensajes urgentes.

Encontré a Ximena en el bar, tomando un jugo de naranja. Escribía de tanto en tanto alguna palabra en su libreta. Le pregunté si había sabido algo de Zúñiga.

—Llamé esta mañana al hospital. Seguía inconsciente, en terapia intensiva. Dicen que se va a salvar.

Me senté frente a ella.

—¿Molesto?

—No, tomaba apuntes, nada más. Tengo que mandar la nota dentro de un rato.

—¿Apuntes de qué?

—Esta mañana sacaron el cuerpo. Y mientras tanto, usted dormía. No serviría para periodista.

—No, afortunadamente no.

Pedí un café con leche con medialunas.

—Trabajá nomás. No te preocupes por mí. Nunca hablo a la mañana.

—Es casi mediodía.

Comí con apetito las medialunas, mientras la miraba trabajar.

Me pareció que Ximena estaba ansiosa por que la interrumpiera, así que la interrumpí.

—¿Van a mandar a alguien más del diario?

—No, me van a dejar a mí. Me dicen que trabajé muy bien hasta ahora. Lástima que ya se termina.

Había dos muertos, otro en coma y era una lástima que se terminara. Envidié su impunidad para decir las cosas.

Llegó Ana y puso una mano en mi hombro. Ximena no levantó la vista del papel.

—Naum quiere que hablemos.

—¿Ahora?

—Ahora.

—¿Dónde está?

—Arriba.

Ana se apartó y fue a hablar con Kuhn. Yo terminé mi café con leche.

—¿Es importante?

—No. Tenemos que hablar sobre una traducción.

Ximena estaba tan ansiosa de noticias, que lamenté que se perdiera la verdadera información.

Ana me vio junto a la escalera y me siguió. Subimos hasta el tercer piso. Me detuve.

—¿Nos espera en su cuarto?

—No, arriba de todo.

Seguimos hasta el quinto piso, que estaba desierto. Miré de reojo el cuarto donde se había refugiado Miguel; habían sacado las velas del piso. A través de la terraza llegamos al natatorio. Naum estaba sentado sobre una pila de ladrillos huecos, al lado de la pileta.

—Hablemos ahora y nunca más. Yo les digo la verdad; a cambio, destruirán los papeles donde está mi nombre.

—Me parece justo —dije—. ¿Ana?

—También a mí.

—¿Los papeles dónde están?

Saqué la carta de mi bolsillo.

—Había esto solamente.

—¿Seguro? —miró a Ana—. ¿Seguro Ana que era solamente eso?

—¿Por qué confiás en ella más que en mí?

—Le es más difícil mentirme.

Pensé que hasta podía tener razón.

Naum nos miró y nos creyó. Todos creíamos en todos. Era una reunión de viejos amigos.

Naum empezó a hablar.