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—Hace cinco años publiqué El sello de Hermes; en los meses siguientes recibí más cartas de las que me habían llegado en toda mi vida. Estudiosos, locos que aún buscaban la piedra filosofal, un sacerdote portugués que aseguraba tener inéditos de Paracelso. Una de estas cartas era de un estudiante griego que vivía en París. Quería verme personalmente. Nunca cito a nadie en persona, pero él firmaba: Andreas Savidis, su hermano en la lengua del Aqueronte.

»Yo había oído mencionar al pasar la lengua del Aqueronte mientras estudiaba la biografía de Marsilio Ficino para rastrear la difusión del hermetismo en Occidente. En 1460 Cosme de Médicis le había confiado a Ficino la traducción de varios manuscritos de Platón y de Plotino. Poco después compró otros dos manuscritos que hicieron cambiar el plan de trabajo original. Uno era el Corpus hermeticum; el otro sólo aparece mencionado en una carta del traductor. Marsilio Ficino se lamentaba de que pese a estar escrito en letras griegas, este otro manuscrito era incomprensible. Al principio pensó en un código secreto, intentó encontrar alguna regla pero se desanimó muy pronto. Cosme quería el Corpus hermeticum antes de morir y apuró a Ficino para que se lo entregara. Marsilio terminó la traducción en 1463, un año antes de la muerte de Cosme. De la suerte del otro manuscrito nada se sabe.

—¿Qué es la lengua del Aqueronte?

—Siempre pensé que era una superstición que había estado dando vueltas en la cabeza de los historiadores de la religión, un mito académico de cuya existencia no existía otra prueba que la carta de Marsilio Ficino. Se supone que es la lengua de los infiernos. Los que creían en el mito decían que Dante había conocido la lengua y que por eso incluyó en el Infierno dos líneas incomprensibles, que no corresponden a ningún idioma conocido. En el octavo círculo están los derrochadores y los avaros, custodiados por el dios de la riqueza y guardián de los infiernos, Pluto. El dios recibe a Dante y a Virgilio con estas palabras: Pape Satan, Pape Satan, Aleppe. Más adelante, en el canto XXXI del Infierno, Dante encuentra a Nemrod, el rey que quiso levantar una torre en Babel. Nemrod, condenado a no entender a nadie y a que nadie lo entienda, pronuncia otras palabras incomprensibles: Raphel may amech zabi almi. Durante siglos, los intérpretes investigaron para tratar de dar una explicación a las dos líneas enigmáticas. La persistencia del misterio, ayudó a que sobreviviera la leyenda de la lengua del Aqueronte.

»Cuando me encontré con el estudiante griego, me dijo que esa lengua la había recibido por trasmisión directa de un viejo profesor, poco antes de morir. Una de las tradiciones indica que el que sabe la lengua puede conquistar a la muerte, siempre que la guarde para sí mismo y se resista a hablarla. El estudiante griego me dijo que el hombre que se la había trasmitido tenía más años de los que yo podía imaginar.

—¿Volviste a verlo?

—Varias veces. Era un estudiante sin una formación sólida, pero inteligente y apasionado. Yo no creía en el supuesto poder de la lengua, pero sí llegué a creer en su existencia. Si llegaba a encontrar la gramática y el vocabulario de esa lengua mítica, podía convertirse en el trabajo de mi vida. Conseguí una beca para Andreas, y a cambio le pedí que se callara la boca. Su promesa no sirvió de nada. Era muy joven y no sabía que el mundo académico es más peligroso que el de los espías. En el mundo de los espías existen algunos agentes dobles; en el académico, todos los agentes son dobles. A través de una revista de estudios clásicos alertó a otros que buscaban la lengua hace años: Rina Agri, y Valner, y Zúñiga y otros más que no vinieron. Hacía tiempo que seguían la pista de la lengua, pero ninguno de ellos tuvo ni un solo dato concreto, hasta que apareció Andreas, para entregar su secreto a todos.

»Quise encerrarlo en bibliotecas, que siguiera la huella de la lengua en manuscritos todavía no traducidos, pero su entusiasmo lo desbordó. Salió a probarla en los hospitales; me dijo que los moribundos hablaban con facilidad, que retenían las palabras sin esfuerzo y que morían con el idioma desconocido en los labios. La última noche que lo vi vino a mi departamento, serían las tres de la mañana. Llovía, estaba empapado pero parecía no darse cuenta. Le pregunté qué había estado haciendo toda la noche. Caminé, me dijo, como dudando, como si no supiera exactamente qué significaba el verbo caminar. Había hecho apuntes de la lengua, que después aprendí. Hay que hablarla con una moneda en la boca y cerca del agua, dijo Andreas. Es entonces cuando empiezan las visiones. La lengua es un virus. La lengua cuenta una única historia. La lengua del Aqueronte es una invitación a cruzar el río. Si uno se resiste a hablarla, si uno la domina, el secreto se revela.

»Sabía que Andreas tomaba antidepresivos; atribuí a esas drogas su estado. Pensaba que era una primitiva lengua artificial, formada a partir del griego a través de permutaciones, cuya regla desconocía. Imaginé una lengua capaz de actuar como un alucinógeno. ¿No son las drogas alteraciones o correcciones al idioma secreto que habla el cerebro? La lengua del Aqueronte también. Pero hacía algo más que corregir; corregía hasta llegar al punto de la traducción final.

—¿Qué le pasó al estudiante? —pregunté.

—Andreas era asmático. Murió dos días después de la visita a mi departamento, de una sobredosis de broncodilatador. Tenía una moneda bajo la lengua. Lo descubrieron porque había tapado la rejilla del lavatorio con papeles para que el agua inundara el departamento. Andreas creía que la posesión de la lengua lo haría vivir eternamente. Por eso se arriesgó. Según la tradición, después de cierto punto, no es uno el que habla la lengua; es la lengua que habla a través de uno.

—¿Sabían Rina y Valner que morirían al poner la lengua en funcionamiento? ¿Se lo habías advertido? —pregunté.

Naum se levantó. En el suelo del natatorio había algunos ladrillos huecos, distribuidos sin ningún orden. Ahora los miraba con atención, como los puntos verdes en los que se había concentrado antes de su conferencia.

—Acordamos reunirnos y hablar por primera vez en la lengua del Aqueronte. ¿Cómo íbamos a creer en una lengua capaz de matar? Todavía no puedo creerlo…

—Pero sabías lo que le había pasado a Andreas. ¿Les contaste?

—Nunca hablamos de eso.

—Citaste a todos y llegaste un día después para recoger los resultados del experimento.

Naum se rió. Miró a Ana, como si fuera un juez.

—No le creas. Nunca me perdonó —no dijo qué era lo que yo no le había perdonado—. Sigue perdido en el tiempo. También él habla una lengua muerta.

—No hubo ningún problema con el avión. Hiciste un experimento y el resultado fue mejor de lo que esperabas. ¿Cuándo va a salir el libro que cuente la historia?

—Te dije lo que sé. No me vas a acusar de asesinato por llegar un día tarde. Ahora quiero ese papel.

Saqué la hoja.

—Decile la verdad a Ana. Sólo a ella, eso me basta.

Estuve a punto de creer que Naum diría la verdad, y Naum estuvo a punto de decir la línea que le faltaba a la verdad. Pero eso no ocurrió. Saltó hacia mí, impulsivo pero torpe, la vista clavada en el papel. Lo recibí con un cabezazo en el mentón. Embistió de nuevo, sin fuerza. Lo golpeé en la boca del estómago. Se dobló en dos y cayó sobre el piso sucio y húmedo.

Ana se arrodilló junto a él.

—La carta —pidió Naum con un hilo de voz.

—La verdad —dije.

—La carta —pidió también Ana. Yo quería que ella supiera la verdad, pero no le importaba saber la verdad.

Hice un bollo con la carta y la tiré a los pies de Naum. Se incorporó para recogerla. Volvió a sentarse en la pila de ladrillos.

Le hablé a Ana.

—Te va a contar toda la historia con detalle. Y te va a invitar a escribir con él un nuevo libro. Y habrá muchas traducciones, y lo único que importa decir no será dicho.

Naum había sacado un encendedor del bolsillo y prendió fuego a la carta. Los tres miramos arder el papel. Cuando no quedaron más que cenizas de mi única prueba contra Naum, me fui.