24
Había páginas tipeadas con correcciones en los márgenes y apuntes manuscritos. Ana también había traído de la habitación de Rina un pequeño grabador negro. Me lavé las manos como un maníaco.
—¿Qué buscabas? —me preguntó.
—Una moneda. La tercera.
En un bolsillo del bolso había guardado las otras dos. Se las mostré.
—Rina también tenía una. Alcancé a verla, pero se perdió en el agua.
Ana hizo saltar una de las monedas en el aire.
—¿Dónde estaban? —preguntó.
—En la boca, debajo de la lengua.
Tiró las monedas sobre la cama, como si bruscamente se hubieran convertido en otra cosa. Las palabras moldean la materia en segundos.
Miré de nuevo los papeles, en una búsqueda más minuciosa, y separé una hoja con anotaciones hechas a mano. Antes no habíamos visto que en el dorso había un breve texto escrito en computadora o en una máquina eléctrica. Rina Agri había usado como borrador el revés de una carta.
Estimada Rina:
No tengo todavía la confirmación del vuelo porque las plazas están llenas; por las dudas reservé para el día siguiente. Si no llego el día de la inauguración, empiecen sin mí.
La saluda
S. Naum (como dice V., su hermano en la lengua de Aqueronte)
Naum había firmado la carta con una S gigantesca.
—Monedas en la boca de los muertos. ¿A qué te recuerda? —pregunté.
Mi mente comenzaba a conectar palabras en una frase que todavía no alcanzaba el orden ni el sentido.
—La paga de Caronte —respondió Ana—. Los deudos ponían en la boca del cadáver una moneda: es el precio del pasaje.
—Para cruzar el Aqueronte. ¿Qué explicación le va a dar a esto Naum? Como dice Valner, su hermano en la lengua de Aqueronte.
Recordé las láminas de un libro sobre mitología griega que me habían regalado cuando tenía diez años. El libro tenía tapas amarillas y la tipografía de la inicial de cada página imitaba a las letras griegas. En las páginas dedicadas al Hades había una imagen de Caronte dibujada por algún aficionado. Caronte era jorobado, vestía andrajos, y empujaba la barca con un largo remo. Sobre el río flotaba una neblina gris que impedía ver qué había del otro lado. En el fondo de la barca estaba el pasajero, pálido y desnudo, los pies colgando fuera de la borda. Un texto, al pie de la imagen, decía que el Aqueronte separaba el mundo de los muertos del de los vivos. Otros ríos menores le daban a la zona la apariencia de un pantano.
No es un río, es un pantano. Un pantano es un río que no se termina nunca de cruzar.
—¿Por qué eligieron monedas fuera de circulación? —preguntó Ana.
—Necesitaban un símbolo, supongo; y sólo las cosas inútiles sirven para eso.
Miré los papeles de Rina: su letra, diminuta y clara, parecía ajena a toda idea de muerte. La mayoría de las páginas eran material para una conferencia. En un margen había calcado una moneda, apoyándola sobre el papel y pasando un lápiz sobre la superficie.
Monedas bajo la lengua de los muertos. El señor de los reinos inferiores era también el guardián de las riquezas.
Ana rebobinó la cinta. Esperábamos el mensaje que lo aclarara todo, la voz que hablara del pacto, la locura compartida, la mitología encarnada.
«El trabajo del traductor está hecho de vacilaciones, igual que el trabajo del escritor. El escritor también traduce y duda y quiere encontrar el término preciso que corresponde a la idea; también sabe, como el traductor, que es su propia lengua la que se convierte en inmanejable jerga extranjera. El escritor se traduce a sí mismo como si fuera otro, el traductor escribe al otro como si fuera él mismo.»
Ana adelantó la cinta. Lenguas que se cruzan en Pound, en el Finnegan’s Wake, en las salas de espera de los aeropuertos, en los bares de las universidades, en las pesadillas de los traductores. Adelantó un poco más; en la noche profunda, el zumbido del grabador era también una voz que se burlaba de nosotros.
Y Rina siguió hablando, pero ahora la interrumpía lo otro, la forma oscura del idioma desconocido. Se había resignado a dejar el español y trataba de hablar en italiano, pero la lengua la empujaba fuera del tablero donde regían las leyes conocidas. La otra lengua —la lengua del Aqueronte— se la tragaba en un remolino. ¿Qué historia contaba esa otra lengua? ¿Cuál era el sentido del idioma sin sentido? Había en ese rumor una música formada por la total ausencia de música que sugería un sentido formado por la ausencia de sentido.
Supe que estábamos cerca de la verdad. Sentí miedo y asco y resignación.
Pensé en el momento de hacer el bolso, saludar a todos, e irme para siempre de allí.
Hablé sin voz:
—Es hora de empezar a traducir.