19
En La cabeza de la Gorgona, Kabliz se sirve del mito para trazar su dibujo del dolor de cabeza. Los mil puntos de dolor en el cráneo, agitándose como serpientes; alrededor un mundo en el que las cosas se petrifican. Y la aversión a los espejos y el secreto deseo de ser decapitado.
Se me habían acabado las aspirinas; salí a comprar, antes de que se desatara la tormenta.
Vázquez se me cruzó en el hall. Tenía un vaso de whisky en la mano.
—Estamos reunidos en una comisión para hablar sobre la traducción de la novela policial. ¿No quiere venir?
A Vázquez le gustaba menos conversar que ser oído, y necesitaba auditorio para sus anécdotas.
—Tengo que salir.
—Estamos discutiendo si hay que hacer hablar a los gángsters neoyorquinos en lunfardo rioplatense.
Prometí que iría, en ese tono en que se puede mentir con tranquilidad, porque se da por descontado que nadie va a creer lo que decimos.
Caminé a paso veloz hasta el pueblo. Estoy acostumbrado a caminar muy rápido, pero siempre me retraso porque no puedo evitar mirar las vidrieras, aunque no me interesen las cosas que muestran. Las vidrieras de Puerto Esfinge o bien exhibían carteles con la leyenda EN VENTA o EN ALQUILER o bien mostraban remeras con animales en extinción y pulóveres tejidos a mano. Entré en uno de esos negocios a comprarle a mi mujer un colgante de plata. La vendedora me mostró siluetas de animales y elegí uno tan abstracto que parecía una letra: la cola de una ballena.
Al salir descubrí a lo lejos la cruz verde de una farmacia. Un hombre salió del local a paso apurado y se perdió en una esquina. Me pareció que era Zúñiga.
Quise comprar una tira de aspirinas, pero sólo las vendían por cajas. Llevé una de cincuenta y pedí también un analgésico más fuerte.
—Me parece que conozco al hombre que acaba de salir —le dije al viejo farmacéutico.
—Un tipo raro. Quería pagarme con una moneda de níquel.
—¿Una de las viejas?
—Muy vieja. Se quería deshacer de ella, insistía en dármela, a pesar de que ya me había pagado.
—Me imagino que habrá comprado sus remedios para la presión.
El farmacéutico vaciló antes de revelar la compra: Zúñiga había llevado una caja de sedantes.
Al llegar a la esquina oí mi nombre. Un flash me encegueció.
Ana sostenía su cámara fotográfica de bolsillo. A su lado estaba Naum, vestido con una campera de cuero negra y unas botas relucientes.
—Pónganse juntos —dijo Ana.
Obedecí, lamentando que el contraste entre la campera de cuero y mi montgomery de corderoy quedara eternizado.
—¿Por qué te perseguía Zúñiga, Naum? ¿Qué quería? —le pregunté mientras sonreíamos a la cámara, cada uno con el brazo sobre la espalda del otro.
—Recién hablábamos de eso con Ana. Zúñiga me escribió un par de veces, porque estaba buscando información, ya no me acuerdo si sobre la cábala o sobre qué. Contesto treinta cartas por día. Todo el mundo se cree mi amigo y se ofende si no le doy toda mi atención.
—Vamos al faro antes de que empiece la tormenta —dijo Ana.
Caminamos por la costa hasta el faro. A su alrededor había un alambrado que alguna vez había servido para impedir el paso, pero que ahora estaba volcado. La puerta estaba cerrada por un candado oxidado. Ana dio un suspiro de decepción. Naum probó si el candado cedía; sus manos enguantadas tiraron de la traba hasta que se abrió.
El interior del faro estaba oscuro y olía a humedad. En el suelo había un calentador oxidado y un bulto de lonas y sogas que habían empezado a pudrirse. El baño tenía un caño roto que inundaba todo el piso de la construcción.
—¿Eso es todo lo que nos vas a decir de Zúñiga? —pregunté.
—No hay más. Pregúntenle a él.
—Siempre te gustó tener secretos.
—¿Qué es un hombre sin secretos?
Comenzamos a subir los escalones con la mano apoyada en la pared salitrosa. La cima estaba iluminada por la última luz del día.
—Cuando venía para acá le pregunté por el faro al chofer de la camioneta —dijo Naum—. Me dijo que estuvo apagado durante los últimos treinta años. Hasta hace un tiempo sólo lo encendían para año nuevo, ahora ni siquiera eso. Pero antes vivía un viejo, que de un día para otro se negó a salir del faro. Durante diez años estuvo adentro, casi siempre arriba. Le alcanzaban la comida en un balde de metal.
Ahora que los ojos se habían acostumbrado a la oscuridad pude ver, en lo alto, una polea, de la que colgaba un balde abollado. La soga llegaba hasta el suelo. Algún pájaro invisible comenzó a volar en el cono oscuro, espantado por nuestra presencia. Sólo de vez en cuando llegaba a ver una sombra; el resto era el ruido de sus alas.
—El viejo esperaba la llegada de un barco, el Esfinge. Decía que hasta que no viniera, no saldría del faro. Pero el Esfinge había llegado cien años antes, y se había hundido frente a la costa. Sus sobrevivientes fundaron el pueblo.
Naum comenzó a respirar mal. No es fácil contar una historia y subir una escalera a la vez. Me alegré tanto por su jadeo que bendije aquellos escalones: ojalá no se terminen nunca.
—Un día el viejo encendió todas las luces, como había prometido hacer cuando llegara el barco. La gente miró el mar: no había ningún barco. Llamaron al viejo, pero no respondió. Estaba muerto. Desde entonces el faro está apagado y vacío. Me dijo el chofer que él mismo vio al faro hacer una señal en la noche, para apagarse enseguida.
Habíamos llegado a lo alto. Sentí el frío en los huesos. Miramos en silencio el mar oscuro.
—Quisiera creer en fantasmas —dijo Naum—. No en los fantasmas de los espiritistas, que apagan lámparas y patean el suelo y hablan a través de una copita, sino en los otros, los que son la huella de una historia que se niegan a cerrar.
Miré hacia abajo. Imaginé el salto, caer con los brazos abiertos sobre las rocas. Naum hablaba de fantasmas ajenos, de un viejo en un faro que nada tenía que ver con nosotros; preferí invitar a la reunión a un espectro conocido.
—Naum. ¿Por qué se mató Valner?
—¿Cómo puedo saberlo?
—No creo que no lo conocieras, como dijiste. Kuhn me dijo que alguien le había insistido para que lo invitara. Hoy volví a preguntarle. Confesó que habías sido vos.
Me miró con fastidio.
—Nos escribíamos. Alguna vez lo crucé. El viejo me caía simpático, pero hacía meses que no lo veía, ni siquiera estaba aquí cuando murió.
Sobre el horizonte se dibujó una red de rayos destinados a iluminar la cara de Ana. Yo no quería verla, quería que todo quedara en las sombras, quería salir de ahí.
La puerta del faro rechinó.
—Hay alguien abajo —dijo Naum.
Me asomé a una negrura absoluta. Ana dijo que tenía frío; Naum le dio sus guantes. Era un par de guantes de cuero negro, que conservaban la forma de las manos que acababan de abandonarlos; Ana metió las manos en el molde hueco, en el calor de las manos de Naum.
Empezamos a bajar la escalera mientras el otro, el desconocido, nos miraba desde abajo, tan invisible como el pájaro que había quedado atrapado en la construcción y que ahora había renunciado a la fuga o había encontrado una salida. Naum le habló en voz alta. Nadie respondió.
—No hay nadie —dijo Ana—. No puede haber nadie.
—Debe ser tu fantasma, Naum.
—¿Quién?
—Zúñiga, que te sigue a todas partes.
No podía ver con claridad la cara de Naum, pero cuando me tomó del brazo invitándome a bajar noté que la mano temblaba.
Segundos después la cuerda que sostenía el balde se movió.
—Algún chico que quiere asustarnos —dije.
La soga se soltó. Oí el zumbido de la roldana y luego el estruendo del balde al chocar contra el suelo.