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En la planta baja había varias habitaciones destinadas a la numerosa servidumbre que el hotel jamás llegó a albergar. En uno de estos cuartos, el 77, ubicaron el cuerpo de Valner, sobre un colchón sin sábanas, envuelto en nylon. En una mirada fugaz alcancé a ver el cuarto estrecho, apenas iluminado por una lamparita de poco voltaje, las paredes desnudas, el cuerpo demasiado grande para la cama angosta, con un brazo caído y chorreando agua por el piso.

El gerente del hotel, Rauach, a quien yo no había visto hasta entonces, apareció vestido de saco y corbata y con un ánimo en el que se mezclaban la voluntad de poner orden y la desesperación. En medio de la noche recorría el hotel dando órdenes y proclamando su inocencia.

—El hotel no tiene ninguna responsabilidad. Los pasajeros habían sido advertidos sobre los peligros de pasar al otro lado.

Dos policías llegaron en un jeep; uno era el comisario de Puerto Esfinge, Guimar, el otro un sargento gordo de movimientos lentos. El sargento tuvo que hacer de fotógrafo antes de que sacaran el cuerpo del agua. Lo miré trabajar; era evidente que no estaba habituado a tratar con muertos. Sacaba las fotos a la mayor distancia posible.

—Acérquese, hombre —ordenó Guimar en voz baja—. Quiero al muerto, no al paisaje.

Todos los invitados al congreso estábamos en el bar del hotel, espectadores de un drama del cual los otros —Rauach, el comisario, el médico al que habían despertado en mitad de la noche para firmar el certificado de defunción— eran protagonistas. Conscientes de su rol, hablaban en voz demasiado alta pero a la vez del modo más confidencial posible, con medias palabras y sobrentendidos. Seguíamos sus pasos, tratando de interpretar esos restos de información deshilvanada.

—Quiero una lista con los nombres y los domicilios de los pasajeros —ordenó el comisario al conserje—. ¿Quién encontró el cuerpo?

Ximena dormía en uno de los sillones del hall. La habían reanimado con cognac para reponerla del susto, pero la dosis había sido excesiva.

Ana la despertó sacudiéndola primero con cuidado y después con energía. Ximena miró al comisario y lo saludó con familiaridad. Él le preguntó por su tío, por su madre, por algún otro pariente y cuando se terminó la familia, por el muerto.

—Estuve buscando a Valner por todos lados.

—¿Para qué lo buscabas?

—Me encargaron hacer notas sobre el congreso. El conserje me dijo que lo había visto subir la escalera. Golpeé la puerta de su cuarto pero no había nadie. Oí pasos en las escaleras; me asomé y vi, por el hueco, a un hombre que subía. Me pareció que era Valner, por la campera azul. Subía hacia el quinto piso.

—Ahí ya no hay huéspedes. Solamente hasta el tercero —intervino Rauach.

El comisario lo miró con fastidio.

—Subí hasta el último piso. Busqué en los pasillos, pero no lo encontré. Me distrajo un ruido, una ventana abierta que golpeaba. Entonces oí su voz y supuse que me había descubierto y me estaba llamando. La voz venía de arriba.

—¿En qué idioma?

—Ni inglés, ni francés ni ningún idioma que yo pueda identificar.

—¿Se oyó la voz de otra persona?

—No. Seguí su voz y encontré abierta la puerta que da a la parte destruida del hotel.

—No está destruida —dijo Rauach—. Está sin terminar.

—Subí hasta la terraza. Antes de llegar oí el ruido del golpe. Corrí por la terraza, me asomé por entre los hierros del techo y vi a Valner abajo.

—¿No lo oíste gritar cuando cayó?

—No oí nada.

—¿No había nadie más en la terraza?

La chica negó con la cabeza, nerviosa.

Kuhn se acercó al grupo.

—Comisario, tiene que quedar en claro que nadie estaba enemistado con Valner. No quisiera que mis invitados queden como sospechosos de un crimen.

—Hasta el lunes no tenemos juez. Mientras él no lo autorice, nadie podrá salir de Puerto Esfinge.

—¿Ni siquiera los extranjeros?

—Especialmente los extranjeros —El comisario se acercó a Kuhn—. Valner habló en un idioma que la chica no reconoció. ¿Con quién puede haber hablado? ¿Hay algún alemán, algún ruso…?

—No, una italiana, dos franceses, un norteamericano… Pero todos hablan español. Es probable que Valner hablara solo.

—¿En otro idioma?

Kuhn le contó la obsesión de Valner con la lengua enoquiana. Empezó a explicarle lo que era pero el comisario lo interrumpió.

—¿Pronunció durante su conferencia algunas palabras en esa lengua?

—La fórmula para volverse invisible y otra para levitar.

—¿Y levitó? —preguntó el comisario—. ¿O se volvió invisible?

—Puedo darle la grabación de la conferencia —dijo Kuhn, molesto.

—El juez va a tener que estudiarla. Quizás la chica reconozca que ése fue el idioma que pronunció Valner antes de saltar. A lo mejor, sus ángeles le dijeron que saltara al vacío. El año pasado, a principios del invierno, el dueño de un hotelito que había cerca del puerto mató a su mujer con un martillo que acababa de comprar. Dijo que se lo había ordenado una voz que salía del hogar a leña. Lo que más me extrañó es que él tenía muchas herramientas en la casa y, sobre todo, varios martillos, pero la voz le había ordenado que comprara el martillo más grande y más caro que pudiera conseguir.

Guimar se puso el sobretodo.

—¿Se va, comisario?

—¿Tiene algún apuro? ¿Quiere que me vaya, Rauach? Primero voy a recorrer el quinto piso.

—Yo también me voy, comisario —dijo el médico.

—¿Qué va a poner en el certificado?

—Se mató por el golpe. No hay señales de que lo hayan herido o golpeado.

—Si encuentro a algún familiar, ¿qué le digo? —preguntó Kuhn.

—Van a hacerle la autopsia en la ciudad y seguramente van a tardar unos días para entregarle el cuerpo —respondió Guimar—. Eso no está en mis manos.

A las dos de la mañana Guimar y el otro policía se fueron y nos reunimos para una cena liviana. Tratamos de simular que la muerte de Valner nos había quitado el apetito. Comenzamos a comer el plato de fiambre con pequeños bocados distraídos, pero terminamos devorando todo.

Antes del postre, Kuhn se levantó.

—A pesar de la impresión que nos ha causado a todos este accidente, propongo continuar con el congreso en el orden que estaba previsto. Como nos vamos a acostar muy tarde, podemos empezar a las diez, en lugar de a las nueve.

A mi lado se había sentado Vázquez. Había conocido a Valner mucho tiempo atrás. Comenzó a contar, en tono de melancólico homenaje, una conferencia de esperanto que Valner había dado en los años sesenta. Una anécdota lo llevó a otra, el tono de melancólico homenaje se perdió, y a la media hora estábamos todos riendo sin control y pidiendo nuevas botellas de vino.

Kuhn, incómodo, pidió un poco de respeto. Vázquez, tambaleante y un poco avergonzado, se alejó rumbo a su cuarto. Ana ocupó su lugar. Llenó las dos copas con lo que quedaba de vino blanco.

—Feliz cumpleaños —dijo, chocando con disimulo mi copa. Hace rato que pasaron las doce.

—Me había olvidado.

—¿Cuál fue el primer regalo que te hice?

—No me acuerdo.

—Una caja de óleos que nunca usaste. ¿Y el último?

Ese sí lo recordé. Una lapicera con la que le escribí varias cartas que no me contestó.

—Tampoco me acuerdo.

La acompañé hasta la puerta de su habitación. Al saludarnos se colgó unos segundos de mi cuello, como si se hubiera quedado dormida. Cerré los ojos unos segundos y cuando los abrí, ya no estaba.