15

Desde el pasillo oí el ruido de una máquina de escribir. Me asomé: sola, en el escenario de la Sala Imperio, Ximena escribía con dos dedos.

Me senté en la última fila. Tardó un minuto en darse cuenta. Habló sin mirarme, para simular que todo el tiempo había sabido que yo estaba allí.

—¿Cómo se escribe inmovilidad?

—Con v corta.

—Va a creer que soy una bestia. Pero a veces se me olvidan algunas palabras.

Me preguntó si yo también tenía errores de ortografía. Le dije que mi problema no era olvidar palabras sino recordarlas en exceso.

—Rauach me prestó esta máquina con la condición de que en las notas no hablara mal del hotel.

—¿Estás comentando la conferencia de Naum?

—No, es una nota de color.

—¿De color?

—El clima después de la muerte. Las sospechas de la gente. Conversaciones oídas al pasar. ¿Quiénes son los dos nuevos?

—El hombre alto y gordo es el doctor Blanes, un neurólogo que trabaja en el hospital provincial. El otro es su paciente, Miguel. Blanes era un médico muy respetado hasta que adquirió la costumbre de ir acompañado por pacientes a programas de televisión. Montaba shows semejantes a los de los hipnotizadores, pero con resultados impredecibles.

—¿Y qué hace en este congreso?

—Hace diez años publicó un libro que se llamaba Neurología y traducción, un estudio sobre las consecuencias de las lesiones cerebrales en la capacidad de trabajar con lenguas extranjeras. Supongo que será por eso que Kuhn lo llamó.

Ximena anotaba todo en su libreta; encerraba palabras en círculos y lanzaba flechas hacia los márgenes. Le conté que el auto de Blanes se había salido del camino, que era un Rambler verde y que habíamos recogido al médico y a su paciente. Si era buena periodista, sabría aprovechar los detalles. Después volvió a enfrentar la máquina. Mientras me alejaba por el pasillo hacia mi habitación, oía el lento tipeo, que seguía el compás del latido en mis sienes.

Me saqué los zapatos y me tiré en la cama, con la intención de relajarme. Mi cabeza entraba en conexión con fenómenos exteriores, con la tormenta que se avecinaba, con movimientos submarinos, con la epidemia feroz que dejaba animales muertos en la costa.

Me puse unas viejas zapatillas de tenis para caminar por la playa. En el hall me crucé con otros traductores, que me invitaron a sentarme junto a ellos; dije que prefería caminar. Ana hablaba con la chica que traducía notas del exterior para un diario de Buenos Aires. La tomé del brazo y la llevé afuera, sin oír sus protestas.

El viento soplaba del sudeste, más frío que antes. Eran las cuatro de la tarde, pero el cielo derramaba oscuridad sobre Puerto Esfinge.

—No nos alejemos mucho —dijo Ana—. En media hora habla Blanes.

Miramos el frente de los negocios: remeras con leyendas ecológicas, alfajores regionales, ceniceros con dibujos de pingüinos. Quería comprarle algo a Elena, pero preferí esperar a estar solo.

Pasamos por el frente del museo municipal. Un cartel de chapa anunciaba que estaba en refacciones por breve tiempo. El cartel, oxidado y despintado por meses de intemperie, colgaba torcido de un alambre.

—¿Viste a Rina en alguna parte?

—No.

—Algo le pasa. No habla con nadie, se esconde. Hoy tendría que dar una charla, pero Kuhn dijo que no le confirmó. ¿Qué están haciendo esos hombres?

Nos acercamos a la playa. Dos bomberos cubrían con cal un lobo marino muerto. Nos acercamos. Uno era joven y llevaba con solemnidad un uniforme reluciente; el otro, veinte años mayor, parecía más natural en su remendado traje rojo. Se sobresaltaron al vernos, como si los hubiéramos sorprendido en una maniobra indecente.

—¿Para qué lo tapan? —preguntó Ana.

El más joven nos miró con fastidio.

—Para que no apeste. Después lo llevamos fuera del pueblo y lo enterramos.

—Primero tiene que trabajar la cal, para que no nos llene de olor la camioneta —dijo el mayor.

—¿Es común que aparezcan los lobos en la playa?

—Cada cinco o seis años hay una epidemia —dijo el mayor—. Hubo una hace veintidós años, que fue la peor. Duró tres semanas y terminó con una ballena muerta. Una ballena gigante, no como las que se ven aquí. La gente venía de lejos a sacarle fotos. El maxilar cuelga del techo del museo municipal.

El lobo marino pintado de blanco parecía una señal en la arena, el límite de una zona invisible.

—Nos faltan otros dos —dijo el más joven.

Los bomberos subieron la bolsa de cal a una camioneta destartalada y se alejaron hacia el sur.

—¿Quién es el que viene allí? —pregunté. Un hombre de campera verde se acercaba caminando rápido hacia nosotros.

—No traje los anteojos. Después de los diez metros empieza lo desconocido —dijo Ana.

Pero no nos seguía a nosotros. Pasó de largo sin hablarnos ni mirarnos.

—¿No es uno de los del congreso?

—Zúñiga —dijo Ana—. Traduce novelas francesas para editoriales españolas.

—¿A dónde va, tan apurado? ¿De quién se escapa?

Sin necesidad de palabras, decidimos seguirlo. Nos dimos cuenta de que no huía de nadie: perseguía al hombre que ahora, cincuenta metros delante de nosotros, se acercaba al faro.

Aceleramos el paso, el viento en la cara. Por momentos nos hundíamos hasta los tobillos en la capa de algas. La humedad atravesaba la lona de mis zapatillas y repartía el frío por todo mi cuerpo. Al pie del faro, Zúñiga había alcanzado a Naum.

Gritó para que el otro se diera vuelta. Cada uno de ellos estaba tan pendiente del otro que no nos veían. Nadie más existía en el mundo.

Zúñiga pronunció unas palabras en un idioma que yo nunca había oído, pero que tenía algún lejano parentesco fonético con la pronunciación del griego ático. Naum se acercó con furia, como si el otro lo hubiera insultado y ahora correspondiera golpearlo. Le tapó la boca con la mano.

—¿Quiere seguir, después de lo que pasó?

El viento traía hasta nosotros sus voces encerradas en el hedor de las algas.

—¡Esperaba una respuesta! —gritó Zúñiga con más desesperación que ira. Su tono cambió a súplica—. Esperaba que usted me dijera cómo salir…

—¡Cállese!

—No puedo dejar de pensar. Lo que prometió no era esto.

—No prometí nada —dijo Naum, empujándolo con fuerza, como si aquel hombre le produjera no sólo enojo sino repulsión. Zúñiga dio un paso hacia atrás. Estuvo a punto de caer sobre el suelo desparejo que formaban las piedras.

—No se acerque a mí. No me hable. Que nadie lo vea conmigo.

A pasos gigantescos Naum se alejó hacia el hotel. Zúñiga había quedado tan abatido que me acerqué y le pregunté si estaba bien. Al principio no me oyó. Después me miró con extrañeza y respondió que sí, que estaba perfectamente bien.

—No quiero caminar más —dijo Ana—. Volvamos al hotel.

Caminamos en silencio. En una época íbamos al cine dos o tres veces por semana. Al salir no decíamos una sola palabra; horas después, cuando la película comenzaba a alejarse, hablábamos de ella. Sólo tenía sentido hablar después de un largo silencio.

Zúñiga había quedado de pie en el mismo sitio donde Naum lo dejó; de cara al viento, hablaba solo, murmuraba súplicas, y el viento respondía.