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Tenía esperanzas de que el tiempo hubiera maltratado a Naum. Pero cuando bajó de la combi gris, desafiando al viento que intentaba en vano despeinarlo, noté que había ganado un aire de autoridad que en su juventud apenas se insinuaba.

Me adelanté con la mano tendida. Me recibió con un abrazo y las palabras de rigor:

—Estás igual. Hasta llevás el mismo montgomery de corderoy.

Nunca me preocupo por la ropa, y cuando lo hago, me entero enseguida a través de mi mujer de que otra vez me equivoqué en la elección del talle, el modelo o el color. Naum no. No era que sus zapatos brillaran más de lo necesario, ni que el corte de su ropa denotara el gusto por la novedad: era esa elegancia sedimentada, convertida en costumbre, la elegancia distraída que no se puede improvisar una tarde en un shopping con una tarjeta de crédito.

Tuve que asistir al efusivo saludo de Ana. Intercambiaban nombres de personas que habían llevado noticias de uno a otro; eran como reyes recordando sus mensajeros perdidos. Kuhn se acercó a dar la bienvenida oficial; sonreía aliviado, como si Naum trajera la solución a todos los problemas.

Nos sentamos a la mesa para el almuerzo. Kuhn había ubicado a Naum en la cabecera. Todos callábamos el único tema posible, como si cumpliéramos con una regla de cortesía. El menú era ligeramente superior al de los días anteriores. Las botellas de vino habían dejado de pertenecer a bodegas desconocidas.

—El chofer de la combi me contó todo —dijo Naum apenas se sentó—. También hablaron del tema en la radio.

—¿Lo conocías a Valner? —pregunté.

—Alguna vez me escribió. Le había interesado mi libro sobre lingüística y alquimia. Nunca lo vi personalmente.

La carrera de Naum había tenido dos momentos que habían llegado a conformar una pequeña leyenda que las contratapas de sus libros se ocupaban de recordar. Recién recibido, viajó con una beca a los Estados Unidos para trabajar en el Instituto EMET, donde luego de la publicación de un ensayo sobre neurolingüística, se convirtió en el hombre de enlace entre los lingüistas y los neurólogos. Poco después de conseguir una cátedra en el EMET, abandonó todo para viajar primero a Italia y luego a Francia para estudiar los lenguajes herméticos. El director del Departamento de Lingüística del EMET condenó al discípulo que lo había traicionado: que nunca nadie —dijo—, que nunca nadie pronuncie su nombre en mi presencia. Durante dos años Naum había desaparecido por completo del mundo académico; resucitó con la aparición, en una editorial universitaria de París, de El sello de Hermes, un ensayo lingüístico sobre la alquimia, dedicado a su antiguo maestro. Con las doscientas páginas del libro consiguió prestigio y dinero; una fundación puso en sus manos un Instituto de Lingüística destinado a investigar las lenguas artificiales y los sistemas simbólicos de la magia y de la alquimia.

En la mesa se habló del viaje de Naum, de las publicaciones de Naum, de las promesas que el futuro reservaba para Naum. Un viejo resentimiento dicta mis palabras; sé que nadie más tenía esa combinación seductora de éxito de público y prestigio intelectual y sé que ese renombre era justificado. En sus libros Naum no se entretenía juntando palabras para que otros pasaran horas en un lento desciframiento; no acumulaba citas al pie de página que hacían referencia a otras citas; no buscaba intérpretes ni devotos, sino esa especie perdida, el lector. Había leído sus obras esperando el lugar común, la falla, pero eran una máquina perfecta de ideas ensambladas que hablaban con claridad de temas oscuros.

—Hace tiempo que se dice que estás preparando un nuevo libro —dijo Kuhn—. Pero en las entrevistas no decís una palabra.

—Son los temas de siempre. Ninguna sorpresa, ningún secreto.

—Es difícil ocultar algo y que los demás no piensen que se trata de un secreto —dije—. Como tener un baúl, no querer abrirlo, y decir: no lo abro, pero sepan que el baúl está vacío.

—Mi baúl no está del todo vacío. Pero tiene sólo papeles viejos.

—Pensé que nos ibas a adelantar algo —dijo Kuhn.

—Vamos, Julio, no hay nada para revelar.

—¿Ni a mí? —preguntó Ana—. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

—¿Cómo resistir el pedido de una mujer? Quizás después te diga algo, pero sé que va a ser una decepción. Qué importa: los hombres estamos condenados a decepcionar a las mujeres.

En la sobremesa, Ana le hizo una señal a Rina para que se acercara; pero la italiana la saludó de lejos con una media sonrisa y permaneció en su lugar. No hablaba con nadie.

—¿La habrá afectado tanto la muerte de Valner?

—No creo —respondió Ana—. No lo conocía. ¿Por qué Rina no quiso sentarse con nosotros? ¿Qué le hiciste, Naum?

Naum se rió.

—Tengo mi correspondencia un poco atrasada. Después voy a hacer las paces con ella.

Kuhn anunció una excursión. Naum se disculpó; el viaje había sido largo y prefería preparar las notas de su conferencia.

—Pensé que ibas a improvisar, Naum. Como en los viejos tiempos —le dije.

—La improvisación es siempre una impostura; y la impostura que necesita mayor preparación. Soy muy vago para eso. Prefiero tenerlo todo anotado, para poder pensar en otra cosa mientras hablo.

Mostró las palmas de las manos, como si ahí estuviera todo escrito.