6
En la puerta de mi habitación me esperaba Kuhn como si tuviera miedo de que me escapara.
—¿Listo? —Miró con desconfianza mis papeles borroneados—. ¿Para cuánto tenés?
—No sé.
—¿No te cronometrás?
—Soy un aficionado.
—¿Y si queda corto?
—Pido una guitarra.
Me escoltó hasta el salón del hotel donde se iniciaría el congreso.
El arquitecto de aquel monumento interrumpido había previsto tres salones para cincuenta, cien y doscientas personas. Al más pequeño lo había titulado República, al segundo Príncipe y al tercero Imperio, en escala monarquizante. Éramos pocos, pero éramos los únicos: nos tocó el vacío del salón Imperio.
La mesa estaba cubierta por un paño negro; en el fondo había una pizarra de plástico para trazar diagramas, según la difundida creencia de que los gráficos hacen más simples las cosas. A los costados del salón había fotos del pueblo a principios de siglo: playas desoladas, un silo, un grupo de indios que parecían de piedra, una pequeña estación destinada a recibir el cargamento de sal desde Salina Negra.
Me senté en primera fila mientras Kuhn ocupaba el estrado. Kuhn abrió el congreso con un agradecimiento a los invitados, al hotel, a la fundación que lo financiaba. Hablaba como si el mundo entero estuviera pendiente del congreso, y mientras uno lo oía, lo creía.
Después me tocó a mí. Había elegido como introducción a los problemas específicos de mi trabajo, uno de los primeros escritos de Kabliz, el artículo El eco de la traducción. Como muchos de sus escritos, había sido censurado en su época y sólo se había dado a conocer cuando se exhumaron sus archivos.
En la década del cincuenta Kabliz había recibido como paciente a una especialista en traducción simultánea. Su problema había comenzado cuando, en medio de una conferencia, había perdido completamente el hilo de lo que hablaba un diplomático francés. A partir de ese momento, cada vez que oía una palabra no podía evitar traducirla. La mujer llamaba «el eco» a esa voz que le impedía pensar en un solo idioma. Aun en sueños, cada palabra iba acompañada de sus equivalentes. Pero a la vez el eco le daba varias posibilidades, no era uniforme, la obligaba a buscar, a decidir, en una nebulosa de sinónimos y paráfrasis. Para buscar una cura, Kabliz consultó a un ingeniero que preparaba en un laboratorio de la universidad de Moscú una máquina para traducir; una especie de primitiva computadora que funcionaba con válvulas y que sólo aceptaba mensajes literales, una versión modernizada de las máquinas que se habían usado durante la guerra para cifrar y descifrar mensajes secretos. El cerebro de mi paciente es una máquina de traducir descontrolada —le dijo—, ¿cómo hacer para que deje de traducir? ¿Cómo detendría usted su máquina, sin desconectarla? El ingeniero pensó el problema durante una semana. Y luego lo llamó. Convencería a mi máquina de que hay un solo lenguaje verdadero, respondió. ¿Y cómo puedo hacer eso?, preguntó Kabliz. El ingeniero respondió: hay que viajar en el tiempo. Hay que volver al sujeto a la época en que las cosas y las palabras coincidían, cuando había un solo modo de decir todo, cuando aún no había sido demolida la torre de Babel. Kabliz creyó entender el consejo del ingeniero; utilizó drogas regresivas y sesiones de hipnosis para devolver a la mujer a la infancia. La traductora recuperó el momento de la palabra única y del lenguaje verdadero. El eco desapareció.
Todos los traductores sabíamos, en mayor o menor medida, qué era ese eco; todos temíamos que nuestra obsesión lo despertara y no poder hacerlo callar jamás.
Al terminar oí los aplausos entusiastas. No me engañaba: agradecían mi brevedad.
Una mano se levantó en el fondo. En toda mesa redonda o conferencia, no importa el tema, hay un personaje fijo: aquel que con la excusa de hacer una pregunta dicta su propia conferencia. Esta vez el rol había recaído con justicia en Valner.
Comenzó a preguntarme si yo sabía que la lengua enoquiana trasmitida a John Dee por criaturas celestes había sido utilizada por un tal Grimes como lengua base de una máquina de traducir. Iba a responder que no sabía nada, pero ni eso me dejó decir.
—La máquina traducía el inglés a la lengua enoquiana y de ahí al francés. La máquina estaba compuesta por rodillos dentados, el mismo sistema de las cajas de música.
—Una máquina de traducir es siempre una caja de música y eso es lo que produce: música dodecafónica —lo interrumpí, malhumorado.
Pero al viejo Valner no le importó mi burla y siguió hablando. Levanté la voz para proponerle que ocupara mi lugar y abandoné la sala. Un pequeño grupo, en muda solidaridad, me acompañó. Eran los Tímidos Anónimos, poco afectos a demostrar verbalmente su disconformidad, pero acostumbrados a las represalias silenciosas.
Sentí los primeros síntomas del dolor de cabeza: me lagrimeaban los ojos, me molestaba la luz. Subí a mi habitación a tomar dos cafiaspirinas, que casi instantáneamente me produjeron acidez. Había traducido un libro sobre la jaqueca —La cabeza de la Gorgona— cuyo autor, Kabliz, después de analizar cientos de casos, llegaba a la conclusión de que no había una cura común: las jaquecas no compartían un lenguaje universal. Kabliz, era fácil descubrirlo, amaba el dolor de cabeza: en el fondo lo consideraba un signo de salud, la señal del neurótico en un mundo donde los psicóticos van en aumento.
Por las rendijas entraba una luz insignificante pero intolerable; metí la cabeza bajo la almohada y dejé que el sueño negociara con el dolor.