21
Guimar bajó lentamente las escaleras, sin mirarnos, como si no se diera cuenta de que era el centro de atención.
—Dígame, Kuhn, ¿con qué criterio eligió a esta gente? ¿Es un congreso de maníacos depresivos?
—¿Se mató también?
—Esta vez no hay dudas —miró a los invitados, unos dispersos en los sillones, otros sentados en la larga mesa—. ¿Alguien habló con ella hoy?
Nadie había cruzado con ella una sola palabra.
—¿La italiana conocía al otro que murió? ¿Es posible que hayan hecho un pacto suicida?
Ana, con los ojos enrojecidos, respondió:
—No eran amantes, si eso es lo que quiere preguntar. Apenas se conocían.
Guimar nos dio la espalda para hablar con Rauach. Me acerqué a él.
—No sé qué está pasando, comisario, pero si esto es alguna clase de epidemia o de pacto suicida, tengo otro candidato.
Le conté la extraña conducta de Zúñiga.
Guimar le preguntó a Kuhn si había alguna manera de conectar a los tres.
—Vivían en países distintos y tenían carreras muy diferentes, pero coincidían en su interés por el tema de las lenguas míticas. Por eso se reunieron en comisión los tres, el primer día.
—¿Había alguien más?
—No, ellos solos. Se encerraron durante horas.
Rauach fue a buscar a Zúñiga a su cuarto. Volvió a los dos minutos.
—No está ahí. El cuarto está ordenado, como si no hubiera entrado en todo el día.
La puerta del hotel se abrió, dejando entrar una ráfaga helada. Entró Ximena, vestida con un impermeable amarillo que le cubría la cabeza.
—Vi pasar frente a mi casa el auto del comisario. ¿Hubo novedades?
Sacó de su bolsillo el anotador, que no se había salvado de la lluvia; en vez de letras había manchas azules. Le conté lo que había pasado. Se lo dije en voz baja; todos hablábamos en voz baja, como si hubiera alguien a quien temiéramos despertar.
El comisario interrumpió todos los murmullos. Él hablaba a los gritos.
—Rauach, haga traer las linternas que tenga. No me importa la lluvia; todos van a tener que colaborar.
—¿Qué van a hacer afuera? —preguntó Ximena.
—Vamos a buscar a Zúñiga —le dije.
Ximena sacó de su cartera el flash y lo conectó a la máquina. Rauach y el conserje habían aparecido con linternas y pilas. Me acerqué antes que los otros y encontré una que funcionaba; las demás no parecían en buen estado.
Ana estaba sentada en un sillón, mirando el vacío. No iba a salir, ya estaba afuera y lejos.
No pude evitar —a pesar de la tragedia— un sentimiento de aventura, como si fuéramos boy-scouts en nuestro primer campamento.
La tormenta había perdido violencia; ahora era una lluvia monótona, impersonal, que podía durar siglos. Me cubrí la cabeza con la capucha del montgomery, que se hacía más pesado a medida que caminaba alrededor del hotel. La noche estaba muy oscura, sólo se veían las linternas, cinco o seis, buscando entre los cimientos del otro cuerpo del edificio. La mitad de las linternas fallaba; languidecían, se apagaban de improviso. Vázquez desarmó la suya y se le cayeron las pilas en el barro.
A mi lado apareció Guimar.
—Hay mucha gente acá. Por qué no va a buscar a la playa.
Para encaminarme hacia el banco de algas debí pasar frente a la puerta del hotel. Al verme, Ximena me siguió. Sostenía en las manos la pesada cámara de fotos. Acepté su compañía sin decir nada. Empecé a silbar una canción vieja.
—Prestame la linterna —dijo.
Negué con la cabeza. No iba a desprenderme de mi juguete por nada del mundo.
Cerca del faro la costa daba una vuelta que hacía perder de vista el hotel. Frente a nosotros había un vacío ilimitado. Había empezado a caminar sobre las algas; mis pies se hundían en el lecho esponjoso.
—Se debe haber ahogado. Entró caminando en el agua, hasta que las olas se lo llevaron. Va a aparecer dentro de tres días, boca arriba en la orilla, mordido por los peces, la piel azul, los ojos vacíos.
Ximena hacía más lento su paso, asustada de sus propias palabras. La dejé atrás. No quería compañía. Caminaba por el paisaje remoto de mis miedos; el escenario que está en las aventuras de los viejos libros. Era una playa y la noche y la tormenta, pero también podía ser el desierto, la selva, una isla perdida. El lugar no importaba; importaba avanzar de noche, atraído y con miedo, empuñando una linterna.
Dirigí el haz hacia adelante, hasta que la luz chocó contra el hombre que se hundía.
Cuando me acerqué me di cuenta de que era una falsa impresión: estalla arrodillado, de cara al mar, como si dirigiera a un dios sumergido una súplica muda.
Zúñiga miró indiferente la linterna que lo enceguecía. Tenía algas en la cara, en la cabeza, en las ropas húmedas, como si hubiera avanzado arrastrándose. Un cangrejo deshecho le colgaba sobre la cara. Era un ahogado, un ahogado que podía hablar. No sé si sabía que yo estaba allí y que era real. No sé si me habló a mí o habló solo; pero lo hizo con el tono de quien cuenta un secreto.
—No es un río —dijo. Creí que en su locura se refería al mar—. Ahora lo veo bien. Es un pantano.
Cayó boca abajo sobre las algas muertas.