RENGLONES EN BLANCO

Un mes más tarde apareció el libro del señor Salerno. A primera vista era un cuaderno en blanco, cada página se veía así:

Pero en realidad se trataba de tinta fotosensible. El cuaderno, con el correr de las páginas, se llenaba de letras. Había que dejarlo un buen rato al sol, y de este modo las palabras, hasta entonces escondidas, aparecían.

En cuanto a Finlandia Sur, la deserción del Incinerador, que al principio pasó inadvertida, empezó a traer grandes cambios. En los mercados, en la cola de los cines, en las plazas, corría el rumor de que el gran hombre había desertado. Otros lo reemplazaron, pero ya no fue lo mismo: ya ni los hombres sabios de Finlandia Sur creían que su método sirviera para algo. Había que aceptar los finales, como se aceptaban los principios. Así empezaron a aparecer las hojas arrugadas que contaban cómo terminaban las historias, y en los cines los espectadores se sorprendían ante el cowboy que se alejaba rumbo al desierto, o ante el beso que cerraba la película.

En cuanto a Míster Chan-Chan, dejó Finlandia Sur y volvió a actuar en los teatros. Recuperó su apariencia oriental: los bigotes postizos, la túnica roja con dragones dorados, el bonete azul. La gente le contaba una historia y le preguntaba por el final: entonces él les decía algo que no sé si era verdadero, pero echaba sobre las cosas una luz más viva. A través de sus palabras, todo parecía más importante.

Una noche fui a verlo. Tenía planeado levantar la mano y preguntarle:

—¿Y mi historia, Míster Chan-Chan, cómo termina?

Pero no me animé. Y sin embargo, aunque no llegué a pronunciar palabra, Míster Chan-Chan me contestó: después de clavarme los ojos, hizo un enigmático gesto y señaló el fondo del salón. Ahí estaba Alejandra, almidonada y de pie. Había vuelto a su vestido azul. Yo abandoné la fila y fui hasta el fondo, justo para ver algo tan inesperado como una gota de tinta que se estrella contra el papel, o una chispa que salta y que ilumina:

Alejandra, la seria Alejandra, sonreía.