FINLANDIA SUR
Llegué a una estación desierta. Cerca de allí estaba la calle de los hoteles; busqué entre los carteles el del Hotel Las Nubes, la única pista que tenía para encontrar a Julio César Molinari, alias Míster Chan-Chan.
El hall del hotel estaba vacío; las moscas zumbaban atrapadas en cortinas amarillas. Apareció una mujer que llevaba un pañuelo en la cabeza; se secaba las manos en un repasador.
—Buen día. ¿Tiene cuartos libres?
La mujer lanzó una carcajada.
—Quien tiene cuartos, los tiene libres. Ya nadie visita Finlandia Sur.
—¿Por qué no?
—¿No lo sabe? ¿Acaso se bajó del tren porque se equivocó de estación?
—No. Es aquí adonde quería venir —le contesté.
Me tendió una tarjeta de cartón, donde los pasajeros del hotel anotaban sus datos.
—¿Viene a estudiar? ¿O es de esos curiosos que a veces nos visitan para ver si es verdad que en los cines dan películas que no se terminan, y que a los libros les faltan las últimas páginas?
Anoté mi nombre y le entregué la tarjeta.
—No —respondí—. Estoy buscando a Míster Chan-Chan.
Se le borró la sonrisa de la cara.
—¿Para qué lo busca? —preguntó de mal modo.
—Estoy investigando la historia de los viejos teatros de variedades, y sé que él hacía un show, con un traje chino rojo y con dragones dorados…
La mujer miró por la ventana, como si Míster Chan-Chan estuviera por aparecer de un momento a otro.
—Espero que lo busque por eso, y no por lo que realmente es…
No sé si la señora hubiera completado la frase, pero algo la interrumpió: una voz joven, pero grave y seria, la voz de quien nunca ha dejado los deberes sin hacer, nunca se fue a dormir sin cepillarse los dientes, nunca salió a la calle sin atarse el pelo con una cinta amarilla…
—… un buscador de finales… —dijo la voz.
El vestido azul estaba tan almidonado que crujía; y dentro de esa armadura de almidón y tablas estaba la muchacha más hermosa que yo hubiera visto. Por un momento imaginé que no haría falta colgar ese vestido de una percha; bastaba con dejarlo en un costado de la habitación, de pie, como una armadura. Una sonrisa le hubiera venido de maravillas a aquella chica, pero tenía el gesto tenso de quien está a mitad de camino entre una Obligación Importante que ha dejado atrás y un Asunto Urgente que la espera. Le sonreí sin que me sonriera, la miré sin que me mirase.
Ante la chica no podía mentir, así que dije que era un buscador de finales, y que buscaba al mejor de todos, Míster Chan-Chan, para el trabajo más difícil.
—La gente le contaba una historia y él entonces acertaba con el final. Y decían que los finales que contaba eran mejores que los que la gente recordaba, le daban sentido a lo que habían vivido… Después trabajó para la radio, enviando finales en cajas de cartón. Y de pronto un día desapareció para siempre…
La chica asentía con cierto aburrimiento, como si yo repitiera algo que decenas de personas antes de mí ya habían dicho, en tardes iguales a esa.
—Míster Chan-Chan renunció a todo eso. No quiere que le recuerden el pasado. Él se ha hecho enemigo de todos los finales. No querrá saber nada con vos.
—¿Él te dijo que me dijeras eso?
—No. Él no habla con nadie desde hace años.
Seria como había llegado se retiró; era tan grave su aspecto que sentí el impulso de saludarla con una reverencia.
La señora se quedó mirando a la chica que se iba.
—Esa chica, ¿conoce a Míster Chan-Chan?
—Claro que lo conoce. Es su hija Alejandra. Pero hace tiempo que no se ven. Bueno, en realidad Míster Chan-Chan no ve a nadie. Tampoco a mí, que soy su hermana mayor, María Elena Molinari.
—¡Su hermana mayor! Entonces debe saber…
—Entonces no sé nada. Ahora vaya a dormir. Y no se sorprenda de que sus sueños no tengan final.