LA HABITACIÓN DE LA CALDERA

Las ruedas del carro rechinaban: me llevaron por un largo pasillo, después por una rampa. A medida que me acercaba a mi destino, en el interior de la fábrica, en los sótanos del edificio, el olor a libros viejos y nuevos cedía frente al olor a papel quemado. El canasto con ruedas se detuvo, después de chocar con una pared. Esperé unos segundos. Después me decidí a asomar apenas la cabeza y esto es lo que vi:

Un hombre corpulento se dedicaba a arrancar páginas de libros. Vestía un uniforme gris, y tenía las manos y la cara tiznadas por el hollín que flotaba en el sótano. Estaba sentado en una especie de trono formado por paquetes de libros atados con hilo. Por todas partes lo rodeaban montañas de libros que esperaban ser extirpados de su final; él arrancaba las páginas con una mezcla de precisión y violencia, como si deshojara alguna especie de flor maldita, que era necesario exterminar. Luego echaba el libro en un montacargas, desde donde el ejemplar retomaría su camino hacia las librerías de Finlandia Sur.

En cuanto a las páginas arrancadas, el hombre hacía con ellas aviones de papel que arrojaba a través de la enorme habitación a la boca de una caldera que ardía en el otro extremo. Los aviones llevaban su carga de finales y epílogos, de triunfos y fracasos, a través del sótano. Como si estuvieran guiados a control remoto entraban por la puerta abierta de la caldera, y aterrizaban entre llamas. El Incinerador tenía una habilidad prodigiosa: todos los aviones iban directo hacia el fuego. A pesar de la cara tiznada llegué a reconocerlo por la foto que me había mostrado Sanders: era Julio César Molinari, alias Míster Chan-Chan.

Me puse de pie y sentí la felicidad de estirar las piernas acalambradas. El hombre me miró sorprendido y un poco asustado, como si pensara que de pronto los libros habían cobrado vida y llegaban para vengarse por tantas páginas quemadas, tantos semejantes mutilados. Pero su sorpresa duró poco: cuando bajé del carro se acercó a mí y tomándome de una oreja con sus manos gigantes empezó a llevarme hacia el montacargas.

—Nadie puede entrar aquí. Nadie puede molestar al Incinerador.

Ya estaba a punto de caer sobre los libros.

—¡Espere! Vengo de parte de su hija.

Molinari, Míster Chan-Chan o El Incinerador, como ahora se hacía llamar, se detuvo. En su cara había una muestra de alarma y de alivio. Parecía despertar de un sueño. Sanders me había dicho que cuando actuaba en los teatros Míster Chan-Chan entrecerraba los ojos, como si estuviera conectado con un mundo invisible y a la vez con el real: así me miró, como si mi sola presencia fuera una historia que necesitaba un final. Me señaló el montón de libros y allí nos sentamos, alumbrados por el fuego.

—No estoy preparado para ver a mi hija. Hágame un favor, dígale que no me encontró.

—Su hija lo necesita. Vino a esta ciudad, está en el Hotel Las Nubes, y parece que se va a quedar ahí hasta que lo encuentre. Lamento decirlo, pero es una chica muy persistente.

Se pasó un trapo sucio de hollín por la frente, que quedó tan sucia como antes: era como limpiarse con un carbón.

—Cometí un gran error que causó la muerte de una persona. Cometí ese error por soberbia, por creerme un gran buscador de finales. Vine a esta ciudad a pagar por mis pecados. Aquí nada puede tentarme a volver a mi antiguo oficio.

Hizo un nuevo avión de papel. Me di cuenta de que mi presencia lo había perturbado, porque el avión no siguió la misma trayectoria de los otros: hizo una pirueta en el aire y pareció a punto de desviarse, aunque al final también fue a parar al fuego.

—¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Por qué me busca? ¿En serio se lo pidió mi hija?

Le hablé de Sanders, de mi aprendizaje. Parecía no querer oír, pero después de meses, tal vez de años de aislamiento, no podía suprimir del todo la curiosidad.

—Necesito que lea las páginas de Salerno y que les encuentre un final. Es la única manera de que Sanders triunfe sobre Paciencia y sobre el Método. Dígame aunque sea una palabra, algo que pueda ayudar a Sanders.

Arrancó las páginas finales de una novelita de tapas rosas.

—Nada me gustaría más que ayudar a mi viejo amigo. Pero no puedo buscar más finales. Son una maldición. Llevan a la desgracia y a la muerte.

—Pero eso lo cree solo usted. Sanders lo admira. Dice que nunca hubo nadie mejor.

—Le contaré una historia. Entonces comprenderá por qué es mejor que esté aquí, arrojando papeles al fuego.