EL FONDO DE LOS CAJONES

Cuando iba después de las seis a la casa de Sanders, no estaba obligado a pasar luego por la editorial, sino que entregaba la caja al día siguiente. Así que regresé a casa con una resolución: iba a esconder el robo. Si decía que había sido interceptado, me cambiarían de destino, y volvería a subir y bajar escaleras sin salir de la editorial. Cada vez me parecía más lejano el puesto de dibujante de historietas. Saludé a mi madre, que estaba en la cocina, me encerré en mi cuarto y me puse a pensar qué hacer. Ya no tenía la caja y debía reemplazarla de algún modo. Revolví los cajones de la casa, llenos de esas cosas inútiles que se multiplican sin fin (frascos de remedios, nueces intactas de alguna navidad, dados solitarios y relojes muertos), pero no me decían nada sobre el arte de contar historias; más bien contagiaban una impresión de insignificancia (yo no era todavía un buscador de finales, no sabía cómo hacerlas hablar).

En la historieta inconclusa —la historieta del final robado—, el cowboy Montana se hospedaba en un hotel de una ciudad que visitaba por primera vez, pero la noticia corría y sus enemigos rodeaban el edificio. Sabían que si alguno de ellos lo mataba, pasaría a formar parte de la leyenda.

Montana miraba por la ventana el lento despliegue de sus enemigos. Calculaba sus posibilidades, y la cuenta le daba cero.

El cowboy no tenía salida. Yo tampoco.