MÍSTER CHAN-CHAN

Yo le había avisado a Alejandra que llegaba y ella, almidonada y pensativa, ahora vestida de amarillo, me esperaba en la estación. Imaginé su cuarto, abarrotado de esas melancólicas armaduras: una celeste, una azul, una rosa. Desde que había conocido los moños de las cintas de su pelo y las tablas perfectas de sus vestidos, yo amaba la geometría.

—¿A quién esperabas? —le pregunté—. ¿A la caja o a mí?

—Eso qué importa. Llegaron juntos.

Iba a rumbear para el hotel, pero me arrastró del brazo.

—No, vamos directamente a verlo a él. Le mandé un mensaje. Nos está esperando.

—Ahora no. Ahora estoy cansado.

—Esta caja llegó tarde una vez. No puede llegar tarde de nuevo.

Y caminamos hacia el Instituto Purificador, que supuestamente no existía. Algo había cambiado, porque la puerta del fondo estaba abierta, y nadie nos detuvo. Bajamos por la rampa hasta la enorme habitación de la caldera. Desde su trono hecho de libros, el Incinerador arrancaba las páginas y disparaba sus aviones al fuego. Tiznado de hollín, corpulento y cansado, parecía un rey meditabundo, el rey de un país de humo.

Alejandra se quedó a mis espaldas, casi escondida. Él no levantó los ojos hacia ella. Yo me adelanté con la caja en las manos, como si viniera de lejos para entregar una ofrenda. Él la miró sin tocarla. Su voz grave sonó en la habitación. Sonaba como el crepitar de las llamas.

—¿Saben por qué comenzaron a quemar los finales? En Finlandia Sur hay un tribunal de hombres sabios: se reúnen todos los meses y toman las decisiones importantes. Nadie sabe quiénes son, ni dónde se reúnen, y de las decisiones que se toman nos enteramos mucho después. Hace muchos años los sabios de Finlandia Sur empezaron a notar que la gente lloraba cuando terminaban las películas tristes, y cuando terminaban los libros tristes. Notaron inclusive que, aunque el final no fuera del todo triste, en el hecho mismo de que una historia terminara había algo de melancolía. Durante muchos días los hombres sabios de Finlandia Sur pensaron en el asunto; querían llevar felicidad a los hombres, y esas lágrimas derramadas los llenaban de desconcierto. Llegaron a la conclusión de que, sin finales, el final de todas las cosas tardaría más en llegar. Que quizá por el solo hecho de leer cosas sin final llegaríamos a ser inmortales. Y así todo empezó a interrumpirse: empezaron por las películas y los libros, pero la enfermedad se contagió, y llegó a las estatuas, las conversaciones, las anécdotas. Y cuando llegué yo a la ciudad, cuando se enteraron de que el famoso Míster Chan-Chan renunciaba a los finales y se refugiaba en Finlandia, me ofrecieron el cargo de Incinerador. Hasta ahora he sido fiel a ellos. Hasta ahora nunca falté un día ni dejé una página sin quemar.

Yo le entregué la caja. La tomó en sus manos, dejando las marcas de sus dedos negros.

—¿Qué me trajeron? —preguntó, aunque bien sabía lo que era—. No merezco regalos.

—Es algo que le pertenece. Cuando una encomienda no llega a destino, debe volver al remitente. Esta vuelve con años de retraso.

Miró su letra, los lacres, las estampillas, el cordel amarillo todavía anudado.

—¿No es una trampa? ¿No lo armaron ustedes para convencerme?

—Es la caja que usted mandó. Galán nunca la abrió.

—¿Por qué no? Él confiaba en mí. Siempre usaba mis finales, para cada uno de sus capítulos.

—Usted no tuvo en cuenta algo: la gran huelga de carteros. Las cartas se acumularon en los buzones. Pasaron meses hasta que el correo se normalizó.

—Pero entonces… ¿de dónde sacó Galán su final? ¿Por qué decidió condenar al juguetero y a sí mismo?

Yo me encogí de hombros.

—Para eso, Míster Chan-Chan, no tenemos respuesta.

Estaba tan acostumbrado a considerarse culpable, que su inocencia lo desconcertó. Pero creo que entonces empezó a tomarla en cuenta, porque pudo levantar la vista y mirar por primera vez a la hermosa muchacha que lo esperaba, que lo había esperado desde hacía años. Y ella avanzó hacia él, con su vestido crujiendo. El hombre alto la abrazó, dejando las marcas de sus dedos de hollín sobre las tablas del vestido. El abrazo hizo un ruido a papel celofán.

Me sentía un intruso. Sin decir nada, me encaminé hacia la salida.

—¡Esperá! —me detuvo ella, que salía sofocada del abrazo—. Quedate. Falta abrir la caja.

Las manos negras de hollín desataron el cordel y desgarraron el papel. Una moneda roja se deshizo contra el piso: era uno de los lacres. Con un gesto de mago, el Incinerador me mostró el interior de la caja.

—Está vacía —dijo Alejandra, con algo de decepción.

—No —dijo el Incinerador—. Puse una gota del perfume que siempre usaba tu madre. Debí pensarlo antes: ese perfume nunca podría haber inspirado un final terrible.

—Todavía se huele —dijo ella, pero estoy seguro de que solo imaginaba el perfume.

La caja ya había cumplido su cometido así que el incinerador la tomó en sus manos y la arrojó en dirección al fuego. Di un salto y la atajé en el aire.

—La caja me sirve. Vine aquí a buscar un final. Quiero que me lo consiga. Tengo conmigo la historia que tiene que leer.

—No tengo práctica.

—Ahora está salvado. Ahora ha vuelto a ser el mejor buscador de finales.

—No, ahora soy otra cosa. Ahora soy bueno en esto, nada más.

Arrancó las páginas de un libro e hizo un avioncito. Lo arrojó al fuego, pero no acertó. Probó de nuevo. El avión se desvió a último momento, como si una ráfaga lo hubiera interceptado.

—Nunca fallé un solo tiro. Hasta ahora… ustedes me ponen nervioso…

Siguió con dos, tres, diez aviones, cada vez más rápido, cada vez más inquieto, hasta que la boca del horno quedó rodeada de aviones salvados.

—¿Lo ve? —le dije—. Ha vuelto a ser Míster Chan-Chan. Ha vuelto a ser un buscador de finales.