LA DECISIÓN DE SALERNO
La luz volvió poco después. Comprobamos que Salerno vivía, aunque todavía no había recuperado la conciencia. Sanders fue a buscar una jarra de agua. Iba a acercar un vaso a los labios de Salerno, pero lo pensó mejor y le vació la jarra en la cabeza.
—Es para despertarlo —aclaró, pero yo sabía que así se vengaba de que Salerno lo hubiera traicionado.
—Lo tengo —dijo Salerno al despertar.
—¿Y? —preguntó Paciencia.
—Voy a usar el final de Sanders. Bueno, en realidad el final del muchacho…
Paciencia dio un chillido.
—Traje un escritorio Luis XIV, un palo de golf, una máquina de escribir con caracteres chinos, que ocupaba media habitación, un cuervo que tuve que robar del zoológico municipal. Y la contorsionista, por supuesto. ¡Estuvimos cinco horas para estirarla del todo! A usted nada de todo esto le importa. A la hora de decidir, ¡elige una chispa!
Salerno parecía feliz de haber vuelto a los finales de Sanders.
—Lo lamento, señora Paciencia. Una chispa era lo que necesitaba.
Paciencia tomó la jaula y la tiró por la ventana. La jaula rompió los restos de vidrios que le quedaban a la ventana.
—Dejo el mundo de los finales. No merecen mis cálculos ni mis estadísticas. No me merecen a mí.
Al marcharse dio un portazo que hizo temblar las paredes.
Los otros se habían sentado, yo me senté también, sin pedir permiso. Entraba aire frío por la ventana rota. Salerno, empapado, temblaba. El señor Libra hizo traer toallas y mantas. Nos quedamos unos minutos callados: el silencio que precede a los cuentos.
—Voy a contarles el final de mi historia —dijo Salerno entre temblores—. Es más o menos así:
Y yo repito lo que oí, lo que ahora recuerdo:
—¡No voy a abrir! —gritó el señor Voss. Pero la puerta volvió a sacudirse y por debajo de la puerta empezó a crecer un hilo de sangre. ¿Estaba aquel guerrero tan herido que acabaría por caer muerto frente a su puerta? Había que encontrar una solución.
—Le voy a explicar a este hombre cómo llegar al parque. Allí hay una serie de sitios muy cómodos para tenderse sobre las hojas secas y morir en paz. Un guerrero debe morir en contacto con la naturaleza, y no en la puerta de un honesto redactor de informes comerciales.
El señor Voss abrió y notó que el tercer guerrero estaba en peor estado que los anteriores. Tenía una palidez mortal y una estaca de hielo le atravesaba el corazón. Un vapor blanco salía de su boca. El señor Voss acercó sus dedos al hielo, pero el guerrero retrocedió espantado.
—¡No la arranque! ¡Si la arranca, muero! Y soy el último que puede salvar la ciudad. ¡El nombre, el nombre!
La voz del guerrero sonaba sin esperanza. Esta vez el señor Voss no se animó a decir que no ni a cerrarle la puerta. Escribiría cualquier cosa, tal vez su propio nombre, Voss, en un papel de carta, para que el guerrero no partiera con las manos vacías. Quizá tuviera la suerte de morir en el camino, antes de enterarse de que había llevado de regreso una palabra falsa.
Tomó una vieja lapicera que conservaba de sus tiempos de estudiante, y que siempre le manchaba los dedos. Antes de que pudiera escribir una palabra, una gota de tinta se estrelló contra el papel. Quedó en el centro de la hoja, y tenía algo de estrella y algo de flor negra. Entonces el señor Voss supo. Recordó que ese era el nombre silencioso que ponía en marcha al volcán. Durante toda su vida había sido cuidadoso, pero nunca había podido evitar la caída de las gotas de tinta. Quizás el niño que había sido supo que aquello no cambiaría; que no se podía confiar en la memoria, pero sí en aquella firma involuntaria.
—Ponga este papel en la boca del guerrero de piedra que yace bajo el volcán —ordenó el señor Voss con una autoridad desconocida, y empujó al mensajero hacia la batalla. El guerrero se alejó de un salto, como si la punta de hielo sobre su corazón se hubiera derretido.
«¿Qué ha sido todo esto?», se preguntó el señor Voss antes de dormir. «¡Qué niño insensato que fui! ¡Debería castigarse con rigor a los niños que imaginan ciudades! ¡Y si cometen la imprudencia de volverlas realidad, mandarlos a la cama sin cenar!».
Pero luego se tranquilizó: había olvidado a Vulcandria una vez y podría olvidarla de nuevo.
Apenas apagó la luz oyó tres golpes contra el vidrio. Abrió la ventana y vio un aleteo negro. El cuervo graznó su mensaje de victoria, y ya cumplida su misión se perdió en la oscuridad.