LOS GUANTES

En el hotel cené solo. A la mañana siguiente partiría para la ciudad con las manos vacías. Míster Chan-Chan tenía a su hija, ella a su padre, y yo nada. Era bueno que Sanders no se hubiera hecho esperanzas: así no podía decepcionarlo. La señora María Elena, feliz por haber recuperado a su hermano, me sirvió los platos de una comida interminable; por no quedar mal, acepté uno tras otro. Ya no podía más.

Me había quedado dormido en la mesa, cuando en el comedor del Hotel Las Nubes aparecieron Alejandra y su padre. Él ya no estaba tiznado de hollín: después de una ducha, era otro, y de haberlo encontrado por la calle no lo hubiera reconocido. O se disfrazaba de chino, o se pintaba con humo: no estaba acostumbrado a verse tal cual era. Llevaba la caja en sus manos.

—Usted vino a buscar algo —dijo Míster Chan-Chan. Los dos se sentaron frente a mí. El hombre puso la caja sobre la mesa.

—¿En serio preparó un final? —pregunté.

—No, la caja está vacía. Pero vamos a enviar algo, no se preocupe.

Me pareció importante que, antes de ponerse a pensar, le diera una hojeada al libro de Salerno. Saqué de la mochila el cuaderno amarillo. Al hacerlo, cayeron los guantes. Él los tomó y los estudió. Tenían una etiqueta que decía: Propiedad de la Editorial Libra.

—¿Los guantes de la compañía?

—Sí, ahí trabajo. Así conocí al señor Sanders. ¿No quiere leer el cuaderno de Salerno? No es largo, le llevará una media hora.

—No hace falta leer nada. Quiero encontrar el final a su historia, no a la de Salerno.

Bastó que me hiciera unas pocas preguntas, para que yo, aliviado porque mi búsqueda hubiera terminado, empezara a contarle de Sanders, de Paciencia, de mi madre, de El Palacio de los Botones. Hablé de mi padre también. Hablé como en sueños. En algún momento de la charla, sin interrumpirme, Míster Chan-Chan tomó los guantes y los metió en la caja.

Había trabajado mucho para conseguir ese final, y ahora Míster Chan-Chan no solo se negaba a leer la historia, sino que ponía en la caja cualquier cosa, lo primero que había a la vista, como podría haber puesto el pedazo de tarta de chocolate que no había llegado a terminar.

—¿Voy a llevar mis guantes? Cuando Sanders me vea aparecer con esto…

—Confíe en mí. Vaya a ver a Salerno y lleve esta caja. Si algo le ocurre en el camino, preséntese igual. Un buscador de finales nunca falta a una cita, aunque llegue con las manos vacías.

Fueron a despedirme a la estación.

—Dele mis saludos a Sanders. Dígale que con Oficina de Objetos Perdidos, o sin ella, él sigue siendo el mejor.

Alejandra me llevó aparte.

—Ganaste apenas unos guantes, que ya eran tuyos. Pero yo gané un padre. Tengo que darte las gracias.

—Nunca te vi sonreír. ¿Por qué estás triste ahora?

—No estoy triste. Es que no me sale.

—Hay que ensayar.

—Prometo probar.

Y ensayó y ensayó mientras la miraba por la ventana del tren. Si consiguió algún resultado, no lo sé, porque el tren se marchó antes de darle otra oportunidad.