LOS OBJETOS PERDIDOS SE PIERDEN DE VERDAD
Al día siguiente Greve, el jefe de cadetes, me recibió con estas palabras:
—Me parece que pronto volverá a subir y bajar escaleras.
—¿Sanders me echó?
—Circulan rumores de que Sanders ya no cuenta. El dueño de la editorial va a contratar a la Agencia.
Greve parecía feliz con el cambio. Seguro que era uno de los agentes de Paciencia Bonet.
Me apuré a ir a la casa de Sanders, para saber si los malos augurios de Greve tenían algo de cierto. Pero el viejo estaba perfecto, saludable, y con más energías que de costumbre.
—A la oficina —dijo, y empezó a caminar con paso tan rápido que me costaba seguirlo.
A las dos cuadras el polvo que flotaba en el aire me hizo estornudar. A los cien metros vi las topadoras, ahora inmóviles bajo la llovizna, cansadas después de haber trabajado todo el día. Del edificio no quedaban más que escombros. Construir una casa lleva mucho tiempo; tirarla abajo, un rato. Miré a Sanders, que estaba impasible.
—La culpa es mía.
—¿Suya?
—No se lo dije. Paciencia me llamó. Me dijo que, si no me iba a trabajar con ella, demolería todo. No le dije nada, tenía miedo de que usted me echara.
—No se preocupe —dijo el viejo. Siempre parecía furioso, ahora que había un motivo para estarlo, hablaba con suavidad—. Lo hubieran hecho de todos modos. La agencia tiene redes poderosas.
De regreso, me detuve en un puesto de diarios. En primera página se leía: «DUELO DE BUSCADORES: PACIENCIA Vs. SANDERS».
—¿Duelo? —se preguntó el viejo—. Más bien va a ser una ejecución.
Una vez en su casa, me sirvió un té.
—No nos van a servir ni mis objetos perdidos ni sus botones. Habrá que pedir ayuda.
—¿A quién? —pregunté—. Nadie más sabe de estas cosas.
Sanders dio un sorbo a su taza. Le costaba decir lo que tenía que decir.
—Al único que nos puede ayudar. Mi viejo amigo, mi viejo adversario.
Buscó en la biblioteca un recorte de diario que estaba entre las páginas de un libro. Era una foto de un hombre disfrazado de chino, con las ropas lujosas de un mandarín, bigotes finitos y un bonete alto. Al pie de la foto decía: Míster Chan-Chan, adivinador de finales.
—Ese era el nombre con el que actuaba en los teatros cuando lo conocí. Hacía un espectáculo junto con un hipnotizador, un tal Arenas, y unas bailarinas. Los menores tenían prohibida la entrada.
—¿Y cuál es su verdadero nombre?
—Julio César Molinari. Pero decir el nombre verdadero de un artista es difamarlo. El arte es un sueño de máscaras y nombres inventados.
Existía una esperanza; las esperanzas nos ponen impacientes.
—¿Y vamos a verlo ahora?
—¿Ahora? No, vive lejos, en Finlandia.
Justo estaba estudiando en el colegio los países nórdicos, así que quise lucirme.
—Finlandia es un país de la península nórdica, que limita con…
—Sí, sí, todos los países limitan con algún otro. De todas maneras, mi inexperto Atlas, no vive en esa Finlandia, sino en Finlandia Sur. Está a quinientos kilómetros de aquí. Yo no puedo ir.
—¿Por qué?
—Tengo la entrada prohibida. Soy un buscador de finales. Hace un cuarto de siglo que en Finlandia Sur todo aquello que tenga que ver con finales está prohibido. Así que el que tendrá que hacer el trabajo… es usted.
Nunca había viajado solo a ninguna parte. Además…
—¿Yo? Ni siquiera conozco la historia de Salerno.
Sanders me tiró el cuaderno amarillo, que brilló en el aire, antes de caer en mi cabeza.
—¿Y cómo lo busco?
—Una vez me mandó una carta que no decía casi nada. Adiós, o algo así. Pero estaba escrita en una hoja de papel con el membrete del Hotel Las Nubes, de Finlandia Sur. No sé si seguirá existiendo.