DOS MÁS DOS
Sanders me dio unos pesos: para él eran una fortuna, pero no alcanzaban para nada. Además de tacaño, creía que los precios habían permanecido sin cambios en los últimos cuarenta años. Fui a ver a mi madre al trabajo para que me ayudara.
La señora Haydée estaba enferma, y mi madre tenía más trabajo que de costumbre. Me dio los billetes que le pedía y siguió atendiendo a las señoras que la esperaban. Ya estaba por irme, cuando me cortó el paso el señor Carey.
—¿Consideró mi oferta de trabajar aquí?
—Le agradezco, señor Carey, pero estoy muy cómodo donde estoy. Además, usted sabe, trabajar con la madre en el mismo lugar…
El señor Carey se quedó pensativo.
—Tiene razón. Yo siempre trabajé con mi madre en El Palacio de los Botones hasta que ella… —El señor Carey miró hacia lo alto y se santiguó—. Y la verdad es que no es muy recomendable. Su madre me dijo que está muy interesado en este viaje y esa búsqueda…
—Sí, bueno, creo que estoy cerca del final…
—Aunque me he pasado la vida dedicado a los botones, no crea que no conozco el corazón humano. Y sé que su entusiasmo no viene solo por el trabajo. Hay algo en su mirada, en el modo como mira la hora —yo miraba el reloj, de pared, que tenía forma de botón gigante—, que me hace pensar que hay algo más. Dígame: ¿hay una muchacha metida en esto? ¿En alguna parte lo espera una sonrisa de esas que a uno le alegran el día?
—Le juro, señor Carey, que no me espera la sonrisa de ninguna muchacha.
El señor Carey no me creyó, pero era cierto. Si algo podía no esperar de Alejandra era su sonrisa.
Sanders tuvo un gesto insólito en él: fue a despedirme a la estación.
—Estoy buscando nuevas zonas de objetos. Me hablaron de un viejo depósito en el teatro municipal, pero había poco y nada. Necesito cosas perdidas, no cachivaches. Todo quedará en la manos de Paciencia, esa infame. Estamos derrotados.
—Gracias, señor Sanders, por darme ánimo antes del viaje. Y gracias también por confiar en mí. ¿Prefiere que me tire por la ventanilla ahora, que el tren está parado, o que lo haga cuando esté en movimiento?
—No quiero sacarle sus esperanzas. Pero ¿para qué esa molestia? Ya ha pasado el tiempo, faltan dos días, estamos perdidos. Todos los días la gente de Paciencia llega a la editorial, y le muestra a Salerno su nuevo final. Llegan con marionetas de cristal, con barriletes chinos, con plantas carnívoras. El otro día trajeron una caja que parecía de sombreros. Adentro había una mujer, una contorsionista. Hasta ahora nada funcionó, pero en cualquier momento… ¿En qué funda sus esperanzas?
En vez de hablar le mostré la caja. La miró con detenimiento. Le señalé las estampillas, los lacres que aseguraban su inviolado contenido.
—Paciencia ha puesto toda su gente a trabajar, diseccionando el relato en partes pequeñas, aplicando fórmulas matemáticas. Las máquinas de calcular funcionan sin parar. ¿Qué pueden usted, su caja —se miró las manos— y el polvo de su caja, contra la trigonometría y los logaritmos? Aun en lo más profundo de la noche se ve su oficina iluminada. ¿Cómo puede mi intuición competir con su ciencia? Usted tiene entusiasmo, pero no sabe nada de la aritmética de los cuentos, salvo que dos más dos es cuatro.
—Lamento contradecirlo, pero en un cuento dos más dos nunca es cuatro. Si no, no habría cuento.
—¿Ve?, además se ha vuelto loco.
Yo ya había subido al destartalado vagón. Me dio la mano a través de la ventanilla del tren.
—Consiga lo que consiga, cuidado con el regreso. Los interceptadores vigilan la editorial.