SIETE CUCHARADITAS DE AZÚCAR
La Biblioteca estaba abierta día y noche. El edificio iluminado, y a su alrededor todo a oscuras. Subí unos escalones de piedra, entré en el gran salón cruzado por largas mesas de madera. Unos pocos lectores se inclinaban sobre los libros; vi a una chica con un libro diminuto, más allá a un hombre que llevaba uniforme de guarda del ferrocarril y que consultaba los mapas de un libro gigantesco. Yo saqué un libro de los anaqueles, el primero que vi, una enciclopedia sobre pájaros, y me puse a pasar las páginas sin prestar mucha atención.
De inmediato vi a la vendedora de café. Era una mujer de pelo blanco, que vestía un uniforme que hacía años, muchos años, le había provisto la desaparecida importadora de café Las Águilas. Empujaba un carrito donde tenía termos con café, té, mate cocido y chocolate, y paquetes de galletitas. Al pasar entre los lectores, trataba de tentarlos. No podía gritar su mercadería —Silencio, biblioteca— pero dejaba abierto el termo de chocolate para que se esparciera el olor o comía ruidosamente una galletita rellena. Ver tomar da ganas de tomar, ver comer da ganas de comer. Más allá, una chica de lentes pidió un chocolate. Yo iba a hacer lo mismo, pero recordé la clave:
—Por favor, un café con leche con SIETE cucharaditas de azúcar.
La señora se acomodó la gorra de Café Las Águilas sobre su pelo blanco y me miró con aire de complicidad.
—¿Con siete? ¿No será muy dulce?
—Con siete.
—¿No con seis o con ocho?
—Siete —insistí.
Miró hacia los lados. Después sirvió lo que le pedía. Las cucharadas, además, abundantes. El café casi desbordaba el vaso de papel.
—Ahora tómeselo.
—No, era la clave, nomás.
—Tómeselo, que hay que disimular. Es sospechoso que alguien pida un café y no lo tome. Después camine hacia el sector de libros sobre astronomía.
Me tomé el café. Casi no me pasaba por la garganta. Empecé a buscar los libros de astronomía, pero antes de llegar escuché la voz.
—¿Qué final necesita?
Le mostré el papelito y le conté:
—Esto es una última página, y está manchada de hollín. ¿De dónde puede haber salido?
—Treinta pesos y hablamos.
—¿Treinta? Ya le di quince al que me mandó acá.
—Ese no es mi problema. Hubiera venido directamente, y se ahorraba esos quince.
Busqué los billetes en mi bolsillo.
—¿No usa billetera? Mire cómo están, todos arrugados. —Los alisó—. Venga conmigo.
Caminamos a través de pasillos amurallados de libros.
—Este papel puede haber salido de un solo sitio: el lugar donde se queman las páginas finales de los miles de libros que llegan a nuestra ciudad. El Instituto es el corazón mismo de Finlandia Sur. Ahí todos los finales son extirpados y arrojados a las llamas. Al que se encarga de esa tarea lo llamamos el Incinerador.
Me hizo señas de que la siguiera y llegamos a un gran ventanal. Desde allí se veían a lo lejos unos edificios de pocos pisos que parecían abandonados y más allá una gran fábrica, semejante a los talleres del ferrocarril. Una chimenea inmensa se levantaba hacia el cielo y dibujaba nubes de humo negro.
—Ahí tiene lo que busca: el Instituto Purificador de Finlandia Sur.