VULCANDRIA
Contaré con mis propias palabras lo que recuerdo de aquel relato. La historia era así:
El señor Voss vivía en una casa baja ubicada entre dos edificios. A nadie le hubiera gustado vivir rodeado de altos edificios de oficinas, pero el señor Voss encontraba en esta situación ciertas ventajas. Los domingos el barrio era tranquilo —más que tranquilo, muerto— y además estaba muy cerca de su trabajo. Podía ir y volver caminando. Esto era de suma importancia para el señor Voss, porque le permitía ser absolutamente puntual. Los trenes, los taxis y los ómnibus podían fallar a causa de calles cortadas, huelgas sorpresivas o accidentes, pero era improbable que un obstáculo le impidiera su marcha a pie.
La puntualidad era un asunto de la mayor importancia. Cada cinco años, la empresa para la que trabajaba el señor Voss entregaba a uno de sus empleados la medalla a la puntualidad. Y en el último cuarto de siglo —el tiempo que llevaba trabajando en la empresa— el señor Voss había ganado todas las medallas (en cuyo frente estaba representado el cuadrante de un reloj).
Desde luego, el señor Voss era soltero —nada menos compatible que el amor a la puntualidad y las mujeres— y no tenía hijos. Vivía entregado a su trabajo. Su labor consistía en presentar largos informes sobre el funcionamiento de la empresa. A veces sus informes resumían otros informes, enviados desde otros puntos del país, a los que despojaba de todo aquello que consideraba imprecisiones y fantasías. Las autoridades de la empresa confiaban mucho en la exactitud del señor Voss. Cuando se lo cruzaban en los pasillos o en el ascensor, lo felicitaban por sus rígidos criterios. A veces el señor Voss se permitía una pequeña jactancia:
—Si de algo me precio, es de ser un hombre sin imaginación.
Pero en general, para cuando Voss se animaba a articular con claridad estas meditadas palabras, las autoridades ya se habían alejado, apremiadas por sus obligaciones y responsabilidades.
Una tarde de invierno el señor Voss salió de su oficina, como todos los días, a las seis, y antes de las seis y media ya estaba en su casa. Como había oscurecido, el señor Voss encendió una lámpara y luego de hacerse una taza de té se dispuso a leer una biografía de Napoleón. Era un libro polvoriento de seiscientas páginas, que el señor Voss leía con lentitud, porque cada día olvidaba lo que había leído el día anterior. Aunque era una biografía documentada, el señor Voss notaba que en la Historia ocurrían no pocos hechos increíbles, y que debería ser la obligación de los historiadores silenciarlos. Que todo sonara bien real, aunque para ello se debiera perder algún hecho. Total, si había algo que en la Historia abundaba eran los hechos. Ya casi había terminado su té cuando oyó golpes en la puerta.
«Qué raro», pensó el señor Voss. «Hoy no espero a nadie».
En realidad nunca esperaba a nadie.
Abrió la puerta sin tomar la mínima precaución de preguntar quién era. A veces el señor Voss tomaba decisiones de improviso, que consideraba audacias extremas; una vez, muchos años atrás, había pedido en un restaurante un plato de nombre extranjero sin preguntar antes qué era.
Iluminado por el farol de la calle, se veía a un hombre que parecía un antiguo guerrero con una armadura hecha de lava. Tenía una oreja vendada. El señor Voss lo miró una y otra vez y al final se puso rojo de indignación. ¡Los pordioseros recurrían cada vez a trajes más extravagantes! De todos modos recompensaría al pobre hombre. Buscó en su bolsillo una moneda, pero el otro hombre ni siquiera la miró.
—¡El nombre, el nombre! —repitió el estrafalario personaje, apretando los dientes.
—¿Qué nombre?
—¡El nombre de la ciudad!
El señor Voss pensó que estaba ante un loco peligroso y le cerró la puerta en la cara.
Un poco nervioso por la situación que acababa de vivir, se sentó en su sillón amarillo —alguna vez había sido amarillo y ahora era gris— y se dispuso a tomar una segunda taza de té. ¿Pero si la escena había sido una alucinación provocada justamente por el té? Después de todo era un té chino que acaba de comprar. ¿Y quién controla a los chinos cuando preparan sus envíos de té?
El señor Voss puso la cabeza entre sus manos y se puso a pensar que todo eso no le era tan ajeno como parecía. El guerrero, su armadura hecha de lava (y si había lava, debía haber un volcán), el reclamo por el nombre de la ciudad… A los diez años, ¿acaso no había imaginado algo semejante? ¿No había hecho dibujos de una ciudad llamada Vulcandria, una ciudad cuya vida dependía de un volcán? El calor de las profundidades de la tierra hacía mover las máquinas y alimentaba las plantas de los invernaderos. Fuera de Vulcandria todo era frío.
En estas cavilaciones estaba el señor Voss cuando volvieron a golpear a la puerta. Esta vez tomó la precaución de espiar por la mirilla. Era otro guerrero, pero este parecía más maltrecho que el anterior. Un tajo negro le cruzaba la frente.
—Vulcandria pronta a caer. Abajo: hombres topo. Cañones de hielo sobre el volcán. El nombre, el nombre.
Hablaba así, como si estuviera acostumbrado a transmitir telegramas, o como si las palabras se le hubieran ido perdiendo por el camino y solo le hubieran quedado las más importantes. El señor Voss no se animó a abrir la puerta. Gritó: ¡Vulcandria!, pero eso no conformó al guerrero.
—Ese nombre no, el otro, el secreto. El que enciende el volcán.
¿Así que el volcán se había apagado? El señor Voss imaginaba que debía haber alguna dependencia ministerial que se ocupaba de los volcanes y los terremotos, una oficina de catástrofes o algo por el estilo. Lo seguro era que no era asunto suyo.
Se apartó de la puerta y fue hasta un gran armario, en cuya parte superior había unas cajas viejas con cosas de su infancia. Encontró una caja de cartón llena de cuadernos y dibujos. «¡Qué insensatez, imaginar una ciudad!», pensó mientras miraba sus viejos papeles. «¡Si mis jefes en la empresa llegaran a enterarse!».
Ahí, frente a él, estaban aquellos cuadernos cuadriculados que él había olvidado por completo. La niñez está llena de cosas accesorias, portátiles e inútiles. Con cuánto detalle había dibujado murallas y guerreros y sistemas defensivos y la exuberante botánica volcánica. Qué cuidado en la redacción de la Historia de Vulcandria, con sus dinastías de reyes y sus grandes batallas. Cuando tenían que comunicar a sitios lejanos una victoria, los vulcandrios —si era así como se llamaban— enviaban bandadas de cuervos mensajeros.
Aunque buscó y buscó, el señor Voss no encontró en ninguna parte el nombre secreto de la ciudad. Tal vez no lo había escrito y había confiado en su memoria. A esa edad, uno cree que no olvidará jamás las cosas que cree importantes. Pero dos meses después todo queda borrado.
Encontró también dibujos de los enemigos. Los hombres topos, que socavaban los cimientos de la ciudad, y a quien nadie había visto, pero cuyos ruidos y voces se dejaban oír bajo las tablas del suelo. Los guerreros de hielo, empeñados en congelar Vulcandria con sus cañones que disparaban témpanos. Los defensores tendrían que arreglárselas solos, porque él había renunciado a esas cosas. Sus méritos eran de otra clase. ¡Cinco medallas consecutivas a la puntualidad! ¿Sabrían valorar esos guerreros moribundos lo que eso significaba? ¡Mucho más que cien batallas, y que todos los delirios de la imaginación de un niño! Que insistieran, él no abriría la puerta. Todo tenía un límite.
Tan molesto estaba que se sirvió un vaso de leche y se puso su viejo pijama de franela azul para ir a dormir. Se enviaba a sí mismo a la cama sin comer, como castigo por toda aquella fantasía. Ningún niño debe escapar a su castigo, aunque este tarde años, aunque el castigo lo alcance ya maduro.
Pero volvieron a oírse golpes en la puerta.
Ahí se interrumpía el manuscrito. Miré la página con la sensación de que ahí estaba escondida no solo la historia del señor Voss y su reino amenazado, sino también la historia que me esperaba. ¿Quién no ha sentido alguna vez que todo lo que ha de sucederle ya está escrito, pero con una letra ilegible o en un papel arrugado o en un idioma incomprensible?