EL REGRESO

Metí todo —nada— en la valija, tomé el tren de la noche, volví.

—¿Y la caja? ¿Dónde está? —me saludó Sanders con su amabilidad habitual.

—No tengo ninguna caja.

—No puedo creer que mi viejo amigo Míster Chan-Chan haya fallado, así que tengo que pensar que es usted el que falló.

—Señor Sanders, cada vez que lo escucho hablar me dan ganas de ir a trabajar con Paciencia.

—¡Entonces váyase! No lo necesito. No necesito a nadie.

Estábamos en su casa. Se sentó y se puso a leer unos guiones que le habían mandado —y que esperaban en vano su final— con el gesto de soberbia que solo se consigue en el fondo de la derrota.

Yo me senté también. Esperaba un té que no llegó. Sanders era un especialista en hacer que un saquito de té alcanzara para tres o cuatro tazas. Pero esa vez, ni eso.

Traté de despertar su curiosidad:

—Míster Chan-Chan no quiere saber nada de finales. Es más: trabaja quemando finales.

Le conté la historia del fracaso de Míster Chan-Chan, de cómo se culpaba por haber llevado a la muerte a Salvador Galán. Cansado de que no me prestara atención, lo provoqué:

—Yo hablo y pasa el tren.

Entonces dejó de lado los guiones y condescendió a mirarme:

—Nunca escuché radio. Así que no sabía nada de toda esa historia. Pero debemos convencerlo de que no tuvo la culpa.

—¿Y cómo?

—Es posible que antes de matarse ese tal Galán le haya confesado a alguien que malinterpretó la historia, o que decidió rechazar el final que le envió Molinari… Busque en los archivos de la editorial. Tal vez encuentre un nombre que nos sirva. Un amigo, un colaborador, una novia.

Volví a trabajar en la editorial; volví al uniforme, a los guantes, a subir y bajar escaleras. Un día olvidé ponerme los guantes y al tocar la puerta del archivo la corriente eléctrica me tiró al suelo.

El archivo de la editorial estaba en el subsuelo del edificio. Allí se conservaban todos los diarios, las revistas de historietas, las fotografías. Trabajaban los mismos empleados desde hacía años, y solo ellos sabían dónde buscar las cosas. Mantenían todo en un orden secreto para que la empresa estuviera obligada a conservarlos. A la edad en que la empresa jubilaba a los guionistas y dibujantes, los archivistas seguían firmes en sus puestos.

—¿Qué busca? —me preguntó Atilio, el más veterano de los ya muy veteranos archivistas.

—Necesito el sobre de Salvador Galán, señor Atilio.

—Se lo traigo en un periquete.

Atilio comenzó a moverse lentamente hasta el fondo del archivo. Yo rogaba que el sobre estuviera cerca, para que el pobre Atilio no tuviera que caminar mucho. Pero, cuando acercó la escalera, me asusté. Las escaleras de madera del archivo eran las más grandes que yo hubiera visto jamás, si exceptuamos las de los coches de los bomberos. Atilio se tomaba todo el tiempo del mundo para subir cada escalón. Y cada vez tambaleaba y estaba a punto de caer.

—Deje, Atilio, voy a buscarlo yo. Dígame donde está.

Lo dije por decir, para no sentirme culpable, pero ya sabía que era imposible, ya conocía la respuesta de memoria:

—No, jovencito. Ninguna persona ajena al archivo puede pasar.

Atilio seguía trepando, hasta alturas de las que no podía caer sin matarse. Yo no me animaba ni a respirar. Y, cuanto más subía, su presencia espantaba a mariposas de la noche, que dormían allí, entre los sobres, y rodeaban su cabeza, amenazando con hacerlo perder el equilibrio. Peor fue el descenso, porque Atilio bajó con una sola mano: en la otra tenía el sobre, como un trofeo.

—Gracias, señor Atilio. No sé cómo lo consigue.

—Lo hago todos los días. Lo hice durante más de medio siglo.

Pero, mientras se acercaba, pisó un sacapuntas que había quedado en el suelo y se dio un porrazo.

Antes que me preocupara, oí su voz:

—Ya ve, nunca tropiezo en las alturas. Pero en tierra firme, basta una cosita de nada para hacerme caer.

El sobre llegó a mis manos y lo llevé hasta una de las mesas del archivo. De allí saqué más de treinta recortes cuidadosamente doblados por la mitad. Todos los recortes llevaban un sello de tinta azul, donde se leía: Archivo Editorial Libra, y la fecha del artículo. El papel de muchos de los artículos ya estaba amarillento, quebradizo.

La historia que encontré agregaba detalles sobre Salvador Galán que Míster Chan-Chan había omitido: su romance con una actriz, que al final lo había abandonado, su destreza en el ajedrez, su afición a los barcos en botellas. En el punto máximo de reconocimiento ya no lo llamaban por su nombre, sino como El Rey del Éter. Los artículos hablaban de los cientos de cartas que recibía por cada programa, de los admiradores que esperaban bajo la lluvia, de su fama de excéntrico, pero nada decía que me pudiera ayudar con Míster Chan-Chan. Leí los artículos en orden cronológico, desde que era una joven promesa y acompañaba a sus elencos de ciudad en ciudad, por todo el país, hasta su progresiva soledad, su fama de difícil, su manía de dictar los argumentos en vez de escribirlos. Al final llegué hasta las noticias de su muerte:

Los micrófonos, de luto

Adiós al Rey del Éter

Estrella de la radio se estrella

Cuando cortaban un artículo para guardarlo, se conservaba también el dorso de las noticias. Derrotado, empecé a mirar, por puro aburrimiento, el otro lado de cada recorte. En la mayoría de los casos las noticias y los avisos habían sido mutilados por la tijera de los archivistas. Pero algunos sobrevivían casi íntegros: Matan al dueño de un circo; Colonia Chantecler, la mejor para la mujer; ¡Silencio!, a dormir con colchones Prudencio; Huelga de carteros se prolonga; Un, dos, tres: Café Vienés…

Sentí una especie de alarma, algo me había arrancado de mi aburrimiento y de mi sueño, pero no descubrí de inmediato lo que había sido. Un pensamiento trataba de abrirse paso desde el fondo de mi inconsciente. Repasé el dorso de los artículos, volví a leer los avisos de la colonia Chantecler y de los colchones Prudencio, hasta que llegué a la huelga de carteros:

¿Habrá que volver a las palomas mensajeras? Los buzones ya no dan más. La gente sigue despachando cartas, pero nadie los aligera de su carga. La huelga de carteros se ha extendido ya a toda la ciudad. A raíz de las mordidas recibidas por el señor Ernesto Gracián de un fox terrier conocido como Sultán, los carteros piden la derogación de la ley 24/54 que los obliga a atravesar patios y jardines. Pascual Tursi, delegado del gremio, declaró: «Es importante que las cartas lleguen a destino, pero más que los carteros lleguemos a casa».

La huelga había durado diez días: los amigos se habían quedado sin noticias, los enamorados sin besos por escrito, y hasta era posible que Galán se hubiera quedado sin final. Pero esa posibilidad remota no convencería a Míster Chan-Chan: necesitaba algo más contundente.