PACIENCIA

Que yo supiera, Sanders no se veía con nadie de la editorial (ni del mundo), pero de algún modo se comunicaba con el señor Libra, el dueño, porque yo noté que me empezaban a tratar mejor. Ya no me encargaban otros trabajos, solo las visitas a la casa de Sanders. A veces el viejo me hacía advertencias misteriosas:

—No hable de las búsquedas en la editorial. Hay muchos informantes pagados por la Agencia.

—¿Qué agencia?

—Agencia Últimas Ideas. Mis rivales. ¿De dónde piensa usted que salen los interceptadores? De la Agencia misma. Ellos se han ido apoderando de todo. Buscan finales para todas las otras editoriales, para las películas. Serían dueños de todos los finales si no fuera por la Editorial Libra, que sigue confiando en mí. El dueño, Jacobo Libra, era mi compañero de banco en la escuela primaria, y ya en ese entonces yo le buscaba los finales para sus redacciones y sus cartas de amor.

—¿Usted sólo busca finales para la editorial?

—No, también para Salerno, el escritor. Marcos Salerno, imagino que lo conocerá. Una vez por año paso por su oficina, me entrega el manuscrito y le entrego su final. Hemos hecho así por años. Pero hace ya un tiempo que no escribe nada.

Ahora que ayudaba a Sanders, el trabajo se hacía más rápido, y de pronto me encontraba con dos o tres días en los que no se necesitaba ningún final. Uno de esos días, el jefe de cadetes me hizo un encargo fuera de mi recorrido habitual: debía llevar una encomienda a una dirección en el centro. El encargo me alarmó, porque me había creído fuera del circuito de los cadetes. Era uno de esos viejos edificios de oficinas con una galería en la planta baja que cruzaba la manzana. Había mucha gente esperando el ascensor —funcionaba solo uno— así que subí por las escaleras hasta el tercer piso. Con asombro descubrí un cartel con el dibujo de una lamparita y el nombre de la empresa: Agencia Últimas Ideas.

Empujé la puerta de vidrio. Cuando dije que venía de la Editorial Libra la secretaria me hizo pasar a una oficina. Sentada frente a un escritorio había una mujer que llevaba un alto peinado fijado con spray. Su escritorio estaba lleno de planillas y de vasos de papel con restos de café. En un cartelito estaba su nombre:

PACIENCIA BONET

DIRECTORA GENERAL

—Pase, señor Brum.

—¿Cómo sabe mi nombre?

Tomó la caja que yo traía y la tiró por la ventana sin ver qué había dentro.

—No ponga esa cara. Les pedí que pusieran cualquier cosa en el paquete. La cuestión era que usted viniera hacia aquí.

—Pero la gente de la calle…

—Las posibilidades de que uno le acierte en la cabeza a alguien son remotas. Créame: tiro cosas todos los días. A veces hasta me deshago de muebles a través del sencillo trámite de tirarlos por la ventana.

Me tendió la mano. Yo me saqué los guantes, porque sabía que era de mala educación dar un apretón de manos enguantado. Entonces sentí la peor descarga eléctrica de mi vida. Ella, que no había sentido nada, se rio con ganas.

—Siempre tuve carga negativa. Y en exceso. Mi marido, una vez, justo cuando estaba subido a una altísima escalera, tuvo la mala idea de pedirme que le alcanzara una lamparita. No se había puesto guantes para hacer el trabajo y me rozó la mano. Ay… antes de que mi marido se viniera abajo, la lamparita se encendió en mi mano. ¿Puede creerlo?

—¿Y su marido?

—A pesar de mi juventud soy viuda, señor Brum.

Nos sentamos, mientras me frotaba la mano chamuscada.

—Vamos al punto. Quiero que trabaje para mí.

—Ya tengo trabajo.

—En la editorial cobra muy poco. Y Sanders no le está pagando nada.

—Estoy aprendiendo.

—El método Sanders no sirve de nada. No es científico. Yo confiaba en que el viejo aguantara un par de meses más y luego renunciara. Pero ahora que lo tiene a usted… es como si hubiera recuperado las fuerzas.

—¿Por qué le preocupa tanto Sanders? Él apenas trabaja con la Editorial Libra…

—Y con Salerno, no se olvide. Es el escritor más famoso de la ciudad, y le sigue encargando los finales a Sanders. ¿De qué sirve nuestro prestigio, nuestro método científico, si no tenemos a Salerno? Y no hay modo de convencerlo: los viejos son muy apegados a lo que ya conocen, no quieren saber nada de experiencias nuevas… Venga conmigo.

Abrió una puerta y me encontré con lo que parecía la redacción de un periódico. Separadas por mamparas, encerradas en cubículos, había decenas de personas trabajando. Escribían a máquina, hacían cuentas, consultaban mapas, guías de la ciudad, planillas, hablaban por teléfonos negros. Algunos hacían las cuentas con los dedos, otros usaban calculadoras o ábacos.

—Se supone que buscan finales. ¿Por qué hacen cuentas?

—Yo desarrollé el método Bonet. ¿Ha oído hablar de él?

Negué con la cabeza.

—Es un procedimiento científico para averiguar el final adecuado para una historia. Consiste en encontrar el coeficiente de la historia, que es un número. Puede ser el 417, por ejemplo, o el 10.032. Ese número es el alma de la historia. Y a ese número le corresponde un final equis.

—¿Y cómo se llega a ese número?

—A través de operaciones matemáticas. Todos los elementos de una historia cuentan: unos suman, otros restan. Tomemos un ejemplo famoso: Caperucita. A mí me gusta mucho la historia de Caperucita porque yo, a pesar de que ya soy mayor de edad, aunque no se me note, y a pesar de mis contactos con las altas esferas del poder, soy en el fondo una niña inocente que trata de llegar al otro lado del bosque.

En una hoja anotó lo siguiente:

El bosque: 70.

El lobo: 18.

Color rojo: multiplicar por dos.

Abuelita: 1.

Hubo otros elementos más que no llegué a leer, pero al final:

—Por cinco, dividido 3… 421.

Una vez que tuvo el número, la señora Bonet consultó un libro de tapa negra en cuya portada se leía: Manual Universal de Finales, por Paciencia Bonet. Pasó las páginas con prisa:

—Aquí está el final que buscábamos: «Y fueron felices y comieron perdices». Y sin necesidad de pasar frío entre objetos perdidos.

—¿Todo ese método para llegar al típico final feliz?

—¿Feliz? No para las perdices.

Paciencia Bonet me acompañó hasta la puerta.

—No le pido que tome una decisión ahora. Pero si no me llama en un par de días, tal vez decida arrebatarle al viejo Sanders su Oficina de Objetos Perdidos. Ya sabe —señaló el techo— tengo mis contactos en las altas esferas… No me haga esperar mucho, no confíe en mi nombre. Somos tres hermanas y mi padre decidió ponernos de nombre las tres cosas que hacen falta en la vida: Plata, Salud y Paciencia. Pero se equivocó con las tres: Plata es pobre, Salud vive enferma y yo, señor Brum, soy muy impaciente.