BRUM VS. PACIENCIA

Dormí en el tren; desperté con la sensación de que me sacaban la caja, pero todavía estaba allí, en mis manos. No tenía tiempo de pasar por mi casa, así que fui directamente a la editorial. El edificio Libra tenía las ventanas encendidas. Los dibujantes y guionistas a veces trabajaban hasta tarde.

Crucé el parque: estaba a punto de llegar cuando fui interceptado. Como la vez anterior, el empujón llegó sin hacerse anunciar. Caí sobre el suelo de grava y hojas secas. Eran dos, pero no llegué a verles las caras. Uno me pateó en el suelo, para que no me levantara, mientras el otro se alejaba con la caja. Después el primero lo siguió.

Me quedé en el suelo, sin ganas de levantarme, esperando que pasara el dolor de los golpes. Miré la noche sin nubes, las estrellas. Tuve la rara idea de quedarme a dormir sobre las hojas secas y esperar allí la llegada del día. Olvidarme de Salerno, de Paciencia, de los finales. Pero entonces recordé las palabras de Míster Chan-Chan:

—Un buscador de finales nunca falta a una cita, aunque llegue con las manos vacías.

Me levanté y empecé a caminar hacia la Editorial Libra. A la altura de la rodilla el pantalón estaba roto, y se veía un raspón. Tendría que lavarme la herida, pero no era el momento. Se acercaba la medianoche, se acercaba la derrota de Sanders. A medida que me acercaba a la editorial, más me dolían los golpes. Subí rengueando los escalones de piedra. La entrada estaba desierta, con excepción de un portero nocturno, que me miró con curiosidad. Un gran reloj dorado colgaba del altísimo techo: faltaban cinco minutos para las doce.

—Los ascensores de noche no funcionan —dijo el guardia nocturno—. Si alguien se queda encerrado, no hay ningún técnico que lo pueda sacar.

Y me señaló las escaleras.

—Lo que me faltaba —dije para mí.

Subí los diez pisos tan rápido como pude y entré sin aire a la sala de reuniones de la editorial. Solo entonces, al ver las miradas de los otros, tuve conciencia de mi aspecto, de los raspones, el pantalón y la camisa desgarrados, las hojas secas que se habían quedado adheridas a mi ropa. En el centro de la sala estaba el escritor, hundido en un sillón, bajo una lámpara que acentuaba su palidez. Estaba extraordinariamente abrigado, con gorro, pulóveres y bufandas. A su lado estaba el señor Libra, Jacobo Libra. Era la primera vez que lo veía, pero lo reconocí por las fotografías y los retratos. En los retratos se lo mostraba como un hombre gigantesco. En la vida real las cosas tienen una escala diferente: Libra era bajito y frágil. Separados por ellos, Sanders y Paciencia se miraban con odio. La mujer fue la primera en hablar:

—Que mi nombre me valga: ya estaba cansada de esperar, Sanders —Paciencia miró mejor y simuló sorpresa—. Caramba. Parece que el chico no trae nada.

—¿Interceptado? —preguntó Sanders.

Asentí con la cabeza.

—¡No trae nada porque lo interceptaron sus delincuentes, aritmética bruja!

—¡No acuse sin pruebas! Lo voy a demandar. Pongo a Libra y a Salerno de testigos.

Salerno se acomodó la bufanda.

—Dejemos los juicios para otro día. Hoy se terminaba el plazo. Tengo que ver qué me han traído.

—Empiezo yo —dijo Paciencia—. Bueno, empiezo y termino.

Salió unos segundos de la habitación y regresó con una jaula que tenía la forma de una casa alpina. Todos oímos un graznido que nos llenó de inquietud. Paciencia abrió la puertita de la jaula y de allí salió un cuervo que comenzó a dar vueltas por la habitación.

—¿Qué es esto? —dijo Sanders—. Ya sabe que no se admiten seres vivos.

—Lo lamento, Sanders, los objetos inanimados se me acabaron. Además, en el cuento aparece un cuervo.

El pájaro daba vueltas por la habitación, rozando con sus alas negras y brillantes las lámparas del techo.

—Suficiente —dijo Salerno—. Ya lo he visto. ¿Sabe cómo volverlo a la jaula, Paciencia?

Paciencia miró al cuervo, miró la jaula, miró al cuervo, la jaula de nuevo, y no encontró ninguna manera de acercar uno a otro.

—No, lo siento, Salerno. Los animales vienen sin instrucciones.

—Y ahora es su turno —me dijo Salerno—. Muéstreme sus manos. Algo tiene que tener ahí.

Se levantó del sillón, tan rápido que me tomó por sorpresa. En ese momento el cuervo chocó con la lámpara del techo y la sala quedó en la oscuridad. Se había producido un cortocircuito. Según supe después, medio edificio había quedado a oscuras.

Pero Salerno ya se había puesto de pie con un ímpetu excesivo. Al hacerlo, tropezó con el bastón de Libra y cayó hacia delante. Yo tendí la mano para sostenerlo, y él tendió la suya para frenar el golpe. Cuando las manos se acercaron, la electricidad trazó un puente de luz. Era una chispa perfecta, azul, y, según convinimos después, nadie había visto nunca una chispa mejor. Un rayo de bolsillo. Míster Chan-Chan había previsto todo: el robo, los ascensores que dormían de noche, las manos desesperadas de Salerno que buscaban el final que se le negaba. Míster Chan-Chan había contado con esa mercadería secreta, pero no con la fuerza de la chispa: apenas fue tocado por el rayo, Salerno se desplomó en el sillón.

Lo rodeamos en la oscuridad. Libra trató de reanimarlo a los gritos: estaba tan acostumbrado a dar órdenes que le parecía que aun la gente desmayada debía obedecerlo. Sanders lo sacudió, y ya le había dado dos cachetadas, cuando se dio cuenta de que en realidad estaba zamarreando a Libra.

—¡Basta, Sanders, o lo echo! —gritó el editor.

A todo esto, Salerno no reaccionaba. Por unos segundos, pensé que había muerto.

El cuervo, cansado de volar, había elegido una de las ventanas. Seducido por lejanas estrellas, atravesó el cristal.