UN CAJÓN DE MANZANAS

Esto que voy a contar ocurrió hace mucho tiempo, cuando las revistas de historietas se vendían por millares y no había nadie en la ciudad que no supiera quién era la Máscara Púrpura, o Cormack, el detective de lo sobrenatural, o Montana, el cowboy manco que había aprendido a disparar con la mano izquierda. Las revistas costaban cincuenta centavos, estaban impresas en un papel de mala calidad y eran en blanco y negro. El resto de la vida era a colores, pero ningún rojo, azul o amarillo me parecía más vivo que la tinta derramada en esas páginas.

No solo compraba y leía las revistas, sino que las coleccionaba. Mi biblioteca era un cajón de manzanas que guardaba bajo la cama, un cajón de madera de pino sin cepillar. Había que manejarlo con cuidado para no clavarse astillas. Todos los días repasaba mi colección de revistas, desordenándolas un poco, casi como si no me diera cuenta, para permitirme después el placer de ponerlas de nuevo en orden. Mi personaje favorito era Cormack, detective empeñado en luchar contra vampiros, espectros y monstruos de la mitología. Cormack tenía su oficina en el sótano de un cine y desde allí salía para salvar a la ciudad de las criaturas de la noche. Yo ponía en orden mis revistas en el cajón de manzanas; Cormack ponía en orden el mundo. Esa es la distancia que separa, ay, a los niños (y a los hombres) de los héroes.

Durante las tardes, después del colegio, jugaba a imitar esos dibujos. Parecía fácil al principio, mientras dibujaba lentamente un ojo, una puerta entreabierta, una bala de plata. Pero al mirar el conjunto me daba cuenta de que estaba muy lejos del original. Mi dibujo no tenía nitidez, ni fuerza, ni vida. El dibujante de Cormack hacía una mancha y era una sombra; yo dibujaba una mancha y era una mancha.

No me desanimé, y sin decirle nada a mi madre fui a la Editorial Libra, que en ese entonces ocupaba un edificio entero cerca del puerto. Había mucho movimiento en el hall de entrada del edificio, porque la editorial no publicaba solo historietas, sino revistas de crucigramas, deportes, ajedrez; revistas para mujeres que se hacían sus propios vestidos; revistas para inventores, con planos de autos a vapor, robots caseros y submarinos. Las más exitosas eran las historietas y las novelas, que estaban divididas en cuatro series: Far West, Besos, Espanto y Héroes de la Vida Real.

Arrastrado por la multitud entré en el ascensor. Hubiera querido encontrar en la planta baja un escritorio donde hacerme anunciar. Me gustaba la idea de «hacerme anunciar», era como enviar mi nombre para que llegara antes que yo. Pero al final mi nombre y yo llegamos juntos.

Tardé en abrirme paso, a los codazos, hasta el ascensorista, que manejaba con solemnidad la botonera de bronce, como si fuera el piloto de una nave.

—Busco al dibujante de Cormack —le dije.

—Séptimo —respondió y me dio un empujón, para que saliera, porque ya estábamos allí. Crucé una puerta de vidrio esmerilado y me encontré con una gran sala llena de dibujantes que trabajaban en sus tableros, bajo la luz azul de unas lámparas de bronce. Trabajaban en silencio y solo se oía el ruido de las plumas sobre el papel y el de los grandes sacapuntas metálicos a manija, atornillados a los tableros, que dejaban los lápices afilados como punzones. A mi lado había una mujer sentada frente a un escritorio: estaba seria no por indiferencia sino con fuerza, como si encontrara felicidad en su amargura. Tenía anteojos de carey y el pelo echado hacia atrás, y un teléfono de baquelita negra que nunca soltaba. Hizo una señal con la ceja derecha, que indicaba que esperaba una pregunta, y otra con la ceja izquierda, que significaba que mi pregunta no le interesaba.

—Busco al dibujante de Cormack —dije.

—¿Para qué lo busca?

—Quiero ser dibujante.

—¿Y a cuál busca? Todos ellos dibujan a Cormack.

—¿Todos?

—A Cormack y a los demás.

Me sentí muy abatido.

—Si no tiene nada mejor que hacer…

Había durado poco mi aventura. La mujer estaba a punto de señalarme la puerta de vidrio, cuando metí la mano en el bolsillo y saqué mi episodio favorito. Cormack se enfrentaba a la Gorgona, una dama de cabellos de serpiente cuya mirada convertía en piedra a quien se atreviera a mirarla. Cormack conseguía matarla, pero antes de morir la Gorgona lo miraba con algo que no era solo furia. Ese cuadro, que ocupaba casi toda la página, me encantaba. Esa mirada me había llenado de inquietud.

—Busco al que dibujó esta página.

La secretaria, menos por amabilidad que para sacarse el problema de encima, levantó la revista que yo le mostraba y gritó:

—¿Quién dibujó a la Gorgona?

Los dibujantes parecieron despertar del sueño, y miraron la revista que la mujer sostenía en alto. Una mano se levantó en el fondo; el dibujante seguía con la mirada fija en el tablero, como si la mano se hubiera levantado sola.

Atravesé la sala y me acerqué hasta él. Era muy joven y vestía un pantalón de sarga gris y una camisa blanca que había sido fregada y vuelta a fregar pero que aun así conservaba viejas manchas de tinta negra.

—Ese dibujo es mío. ¿Por qué le interesa?

—¿Por qué tiene esa mirada la Gorgona? Está furiosa con Cormack porque la está venciendo. Pero en esa mirada no hay solo furia.

El dibujante miró el dibujo, tratando de recordar el episodio. Al final respondió:

—Solo hay una forma de matar a la Gorgona: usando un espejo para acercarse a ella. Cormack usó uno, como hizo Perseo, el héroe de la mitología. La Gorgona ha vivido en un mundo sin espejos, porque sabe que en los espejos está la clave de su perdición. Cuando se mira en el espejo de Cormack se da cuenta de que es un monstruo: se ve por primera vez como la ven los demás. Pero se da cuenta también de que es hermosa. Entonces sonríe. No con la boca, con los ojos. Sonríe un segundo antes de que Cormack le corte la cabeza.

Miré a la secretaria para ver si estaba a punto de echarme. Pero no parecía pendiente de mí. Hablaba por teléfono mientras recibía de un cadete un sobre.

El dibujante me tendió la mano.

—Soy Laurenz.

—Juan Brum. Y quiero ser dibujante.

—Pero aquí no te contratan así como así.

—¿Hay que hacer una prueba?

—Nada de pruebas. Antes de ser dibujante hay que ser letrista.

—¿Letrista?

—Los que escriben las letras de las historietas. Están escritas a mano, ¿ves?

—Sí, ya sabía. Entonces quiero ser letrista.

—Nadie entra como letrista. Si no, ¡qué fácil sería todo! —Se notaba que a Laurenz no le gustaba que las cosas fueran fáciles—. Hay que empezar por el escalón de abajo: cadete.

—Pero yo quiero dibujar.

—No te desanimes. Los cadetes son quienes mejor conocen la editorial. Llevan los guiones que escriben los guionistas a los dibujantes, y de allí llevan las páginas dibujadas a los letristas, y de allí al taller de impresión. Todo el día en movimiento, de una punta a la otra del edificio. Los cadetes tienen una visión de toda la editorial, conocen los conductos que unen las distintas partes del edificio, ven en un solo día a personas que no se verán jamás entre sí. Y así podrás elegir mejor tu lugar en la editorial. Ahora querés ser dibujante, pero mañana tal vez quieras ser letrista, o escribir las historias, o hasta convertirte en… un buscador de finales.

Iba a preguntarle qué era eso, pero nos interrumpió la campana de la secretaria.

—Señor Laurenz, necesitamos para hoy esa página de Montana.

Laurenz volvió a su trabajo: bajo el sol del desierto, dos buitres esperaban el resultado de un duelo.